En los círculos de opinión preocupados por el patrimonio histórico y cultural hay una creciente inquietud por los efectos perversos del turismo.
La mala prensa del turismo se ha nutrido históricamente de tres fuentes: el totalitarismo reaccionario, la nostalgia de privilegios de élites caducas o las ensoñaciones de arcadias perdidas.
Pero hoy, la mayor crítica al turismo procede de la experiencia objetiva de cómo una afluencia excesiva de visitantes deteriora el encanto vital y el mismo tejido urbano de ciudades emblemáticas como, por ejemplo, Venecia.
La ciudad, antes una realidad rica y compleja, queda reducida por su sobreexplotación turística a un lugar sin vida propia, sólo alimentado y vivido por y para los visitantes, como un “parque temático de sí misma”.
Esa amenaza es real, y debe ser combatida, aunque la cosa no sea sencilla.
En efecto: el turismo es una actividad de gran potencia económica, que afectando a los derechos de movilidad de las personas y produciendo también notables efectos positivos, es estéril y negativo impedir. Así, reaccionar a la “parque-tematización” con la tentación de crear “reservas histórico-sociales” no sólo no es viable sino que, de lograrse, tampoco evitaría el problema: una de las primeras manifestaciones de lo que hoy llamamos “parque temático” fue el “parque zoológico”, cuya función es dejar ver cómo unos seres (mal)viven en condiciones similares a las que tenían en un medio ya perdido y artificiosamente recreado.
La experiencia demuestra que la única fórmula para evitar los perjuicios inherentes a las actividades de alto poder económico no es rechazarlas, sino enfrentarlas cara a cara gestionándolas para orientarlas en una dirección sostenible.
Pero, además, conviene no trivializar sobre la naturaleza del fenómeno. En la denominación de turista se engloban realidades psico-sociales muy divergentes que conviene distinguir, porque, como con el colesterol, al menos hay dos tipos de turismo.
Antes se hablaba de turistas frente a viajeros. Hoy los manuales diferencian entre excursionista, persona que viaja para entretenerse aprehendiendo los elementos del lugar visitado que antes de iniciar el viaje formaban parte de su propia experiencia, es decir, que ya había integrado en su imaginario convencional; y turista, persona que en el viaje busca un enriquecimiento de su vivencia por medio del reconocimiento del otro, y que disfruta absorbiendo con la mayor autenticidad posible aquello que expresa el genio del lugar visitado.
Si el excursionista es autista y gregario, el turista desea ser partícipe de lo local. Así, podemos imaginar al excursionista comprando en cualquier lugar que visita una camiseta de las de Cambio marido; pago la diferencia, mientras que al turista lo veremos, más bien, eligiendo la que se ajusta más al encanto y al estilo de la zona, a su singularidad.
Para el manejo estadístico, la frontera entre uno y otro se marca con la pernoctación y así, por ejemplo, un año normal en Santiago de Compostela aporta 3 millones de excursionistas y 1 millón y medio de turistas.
Pues bien, el reto de una ciudad inteligente es desarrollar el negocio turístico aplicando estrategias y herramientas de gestión, integradas en un proyecto urbano complejo, para conseguir un crecimiento equilibrado, sotenible y en el que lo cualitativo prime sobre lo cuantitativo. Así, aumentar los “turistas” frente a los “excursionistas” es un objetivo prioritario. Para ello es necesario diversificar los productos y ofertas, desestacionalizar y conseguir que el turismo genere mayor valor añadido, al mismo tiempo que se protege y pone en valor el patrimonio de la ciudad y se mejoran las condiciones ambientales, la calidad de vida y las oportunidades de empleo de sus residentes.
Lo señalado en cursiva es, literalmente, el objetivo del Plan Estratégico de Turismo de Santiago de Compostela, aprobado en 2004 y actualmente en proceso de actualización y revisión.
Y debemos congratularnos por ello, porque que los gestores turísticos se sientan directamente concernidos por la preservación del patrimonio histórico es un requisito necesario para asegurar el futuro.