El territorio está de actualidad en Galicia: desde Reganosa a O Caurel; desde la urbanización de la costa y las playas con bandera azul, al AVE y la mina de Serrabal.
Sin embargo, el tema merece una atención más permanente que coyuntural porque un país es, ante todo, una población y un territorio.
Aunque solemos asociar el concepto de país con un conjunto simbólico, la lengua o las tradiciones sólo existen en la medida en que se incardinan en una realidad concreta de personas y de espacio. El acervo cultural al que confiamos nuestra identidad, ese “pasado” del que venimos y que creemos nos caracteriza, sólo sirve si la gente lo despliega en el presente y sobre su entorno físico.
Por eso, la relación establecida en cada momento entre población y territorio es determinante para caracterizar a un país. Su núcleo es conocido: las necesidades de las personas (vivienda, actividad económica, infraestructuras, equipamientos) suponen intervenir en el territorio y modificarlo, y esa alteración debe ser articulada, a través de una opción cultural, en un campo definido por dos polos extremos: o ponerlo todo al servicio de un desarrollo acelerado, como la China actual, o, como ejemplifican los países centroeuropeos y nórdicos, integrar la conservación del medio, el respeto al pasado y las demandas del futuro por medio de una transacción continuada y compleja.
Una tercera alternativa -renunciar al desarrollo para mantener el statu quo- es sólo teórica, aunque a veces aflore como posible en discursos muy ideologizados.
Los últimos 150 años de Galicia se pueden interpretar como los de la construcción moral, simbólica y jurídica del país dentro de una España abierta. Desde la recuperación de la democracia, ese esfuerzo ha cristalizado en un marco institucional y cultural ampliamente respaldado por la sociedad.
Sin embargo, en ese mismo período nuestra intervención sobre el territorio ha sido torpe. En general se podría afirmar que no ha habido solución de continuidad entre franquismo y democracia, como si el cambio de régimen no tuviera que afectar a esa cuestión.
Ya en 1930, Vicente Risco envidiaba cómo en Europa la alianza lograda entre progreso y tradición (entre arte gótica y “ferrollos” industriales, como él decía) hacía que el progreso pareciese allí cosa natural, espontánea y “enxebre”. Eso se reflejaba en el urbanismo, tan apacible e integrador, resultado de una suma inmensa de sacrificio, de desinterés, de acatamiento de la autoridad, de participación de todos, de cultura, de sabiduría, todos ellos elementos necesarios para construir un país moderno.
Para Risco, la forma de que entre nosotros surgieran el ansia de mejora y el espíritu de sacrificio para crear y sostener todas esas cualidades colectivas era hacer despertar la conciencia gallega.
Aunque los hechos han demostrado que, además de gallega, esa conciencia ha de ser ciudadana, la naturaleza moral del problema del territorio parece indudable: en muchos lugares las conductas irresponsables son imposibles gracias al mero control social que ejercen los ciudadanos.
Entre nosotros el sentido de ciudadanía aún no llega a tanto, con lo que el abordaje de la cuestión sigue fundamentalmente en el campo político y jurídico: regulación, fomento y represión. Por eso, apoyar las medidas gubernamentales para poner orden en el territorio y facilitar un desarrollo económico y social sostenible es casi obligado.
Sin embargo, debemos insistir en la naturaleza cultural del asunto, y extraer consecuencias. La primera de todas, asumir que establecer un modelo territorial en el que desarrollarnos y crecer como país no es política ordinaria sino cuestión de rango constituyente, y que abordarla con rigor requiere de un acuerdo social sostenido, y tan amplio como el político exigido para, pongamos por caso, reformar el Estatuto de Autonomía. De no ser así, las dos caras de la cuestión -crecimiento económico y preservación del medio- que, por separado, todos decimos defender, nos enredarán en un debate estéril y frustrante cada vez que, en lo concreto, entren en conflicto.
Y eso sucederá cada vez con más frecuencia.