La melancolía es un estado de tristeza difusa, profunda y prolongada. Recientemente, al analizar mis percepciones políticas, he concluído que mi estado de ánimo al respecto se puede calificar de melancólico, lo que me hizo ver que éste no se relacionaba con algo coyuntural, como el resultado de las autonómicas, sino con algo más persistente.
En realidad, la decepción que me ha supuesto el fracaso en las urnas del bipartito ha sido menos intensa de lo que esperaba, y sospecho que algo parecido les habrá pasado a algunos de los votantes del partido popular en relación con su triunfo. Salvo el círculo de personas cuyos intereses se ven directamente afectados por la ocupación o el desalojo del poder por parte de los afines, la política produce hoy una implicación desapasionada y recelosa en gran parte de los ciudadanos, y en los que hemos tenido una vivencia directa de los intensos momentos de la transición y la primera democracia, melancolía.
Puede que se trate de la melancolía de la juventud perdida, esa tan cargante codificada allá por el Siglo XV por Jorge Manrique con lo de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero me temo que el asunto no es tan simple ni subjetivo.
La actividad de nuestros partidos atiende con suficiencia a dos funciones políticas fundamentales: luchar entre ellos para ocupar el poder y, desde el poder, administrar la cosa pública.
Pugna y gestión son las piernas que sostienen hoy la marcha de la política y nutren su reflejo en los medios de comunicación.
La expresión de la pugna, tan primaria y fácil de reflejar en simples titulares, ocupa un amplio espacio en la opinión pública no sólo cuando se trata de la competencia entre las distintas opciones ideológicas por asumir el liderazgo social, sino también cuando se da en el seno de cada una de ellas para definir un liderazgo interno.
Como la gestión, con sus mil vericuetos técnicos, sus cifras y regulaciones, sólo puede ser seguida de forma rigurosa por el círculo de profesionales o usuarios directamente afectados, o a través de una información prolija y densa, se traviste: lo más usual es que su puesta en escena se haga mediática, es decir, imite la de la pugna. Por ejemplo, contraponiendo gráficos sobre cosas distintas pero muy expresivos de la diferencia, uno con una flecha azul proyectándose hacia el cielo, el del gobierno, otro con una roja destinada a acabar en el suelo, el de la oposición; o sustituyendo los análisis rigurosos por debates de tertulia, fragmentarios, parciales y poco informados.
Es así, con la pelea y la gestión como variante de la pelea, que la vida política nos llega a los ciudadanos, y nos abruma, y nos hastía.
Sin embargo, la política tiene otra función esencial: construir el sentido de la convivencia, decantar y explicitar los valores y los proyectos colectivos a los que nos debemos entregar. Todo esto puede considerarse variante de una función más general: la de narrar presente y futuro.
El ser humano, en tanto que racional y emocional, es un ser narrativo. Necesita integrar experiencias, anhelos y miedos en un discurso que, definiendo expectativas, le dé sentido a sus esfuerzos. Y la dimensión colectiva de nuestra vida, expresada en la política, también lo exige.
La posibilidad de conocer y contrastar las narraciones de los oponentes, de apreciarlas y refutarlas, es lo que, sobre todo, satisface la necesidad social de lo político.
Y aquí aparece la melancolía. Nace de una profunda necesidad insatisfecha: nuestros líderes no nos están proporcionado discurso. El ansia por el titular anula la narración. Es como si nos estuviesen dejando ver uno a uno los fotogramas de una película, pero nos estuviesen negando la continuidad que construye la historia.
Por eso, el sentido de lo político está resultando inaprensible más allá de las ideas de permanencia o cambio, y eso, siendo poca cosa para afrontar la crisis, tiene, además, un riesgo de consecuencias desoladoras: reducir lo público a una mera gestión de lo privado, a un amasijo de respuestas a demandas e intereses parciales.
Aquí, en parte, radicó la decepción del bipartito y, en parte, está el reto de la nueva Xunta.