Observándolo con cierta distancia, el espacio público gallego puede calificarse como un sumidero de futuro.
El futuro es un concepto equívoco. En tanto que tiempo por venir, es la sustancia de nuestra continuidad. Por ello, mientras vivamos, el futuro siempre llega hagamos lo que hagamos.
Sin embargo, también denominamos futuro a aquello a lo que aspiramos. Cuando, en el ámbito personal, hablamos de “labrarnos un futuro” no estamos diciendo que simplemente queremos mantenernos en la vida: afirmamos que queremos estar en ella de una determinada manera, que queremos materializar un “proyecto de vida”.
En este sentido, el futuro es una aspiración, un objetivo cuya consecución depende, sobre todo, del esfuerzo aplicado para aprovechar las oportunidades que se nos presenten.
El juicio de si estamos consiguiendo o no el futuro que habíamos deseado ha de basarse, entonces, no tanto en constatar nuestro progreso, sino en calibrar en qué medida nuestra inteligencia y aplicación han servido para beneficiarnos al máximo de los medios de que hemos dispuesto.
Así, el proceso de conquista del futuro exige, como condición necesaria, una revisión periódica de nuestro comportamiento que nos permita dilucidar si con él nos encaminamos, o no, al resultado deseado.
Trasladando este simple mecanismo personal al plano social, sólo el espacio público puede proporcionarnos un “futuro” colectivo que requiere esas dos acciones complementarias: la definición de lo que deseamos como comunidad y la revisión “autocrítica” de nuestro comportamiento.
Y ahí es donde surge el problema.
La forma por la cual estamos sustanciando el debate público es la político-electoral. La formación de la opinión y el proyecto de país se concreta en decidir quién ha de gobernarnos en cada legislatura, y el debate se reduce a lo indispensable para conseguir esa decantación: enjuiciar la acción del gobierno en el período inmediatamente anterior y apostar por la propuesta más atractiva para el siguiente. El análisis de los procesos en ciclos largos de tiempo y de los comportamientos que en ellos han tenido partidos, gobiernos e instituciones es literalmente imposible.
Ya no digamos la “crítica” a las conductas sociales. Una característica del debate público al uso es su aversión a la auténtica revisión de los comportamientos colectivos (que nunca son sólo políticos, también sociales). Más claramente expresado: no es usual que el debate político-electoral incluya la crítica a aspiraciones sociales retardatarias o regresivas porque la mercadotecnia aconseja que la política proporcione “respuestas” a casi cualquier demanda social, aunque sean objetivamente absurdas o dañinas.
De esta forma de entender la construcción de lo colectivo surge una fragmentación del espacio público, convertido ya no en el ámbito en el que se articulan el conjunto de los intereses y de los conflictos, sino en un campo roto y dividido en parcelas territoriales o sectoriales sobre las que la habilidad del político se aplica para obtener el mejor resultado posible a base de sumar restos y no proponiendo una ecuación integradora.
Sin esta carencia serían incomprensibles algunos debates que, como leit-motivs de una ópera wagneriana, van y vuelven una y otra vez en los ya casi treinta años de autonomía, periodo que nos ha servido para, mejorando de vida, empeorar en peso poblacional y económico con respecto al resto de España.
Y el más paradigmático es el localista. Se puede proyectar sobre la cuestión aeroportuaria o sobre el reparto de estudios universitarios; sobre las infraestructuras o las instituciones financieras; pero tras años y años de demostrar su esterilidad y su nocividad, ahí está, periódicamente reavivado por los poderes fácticos y realimentado, cuando interesa en términos electorales, por los partidos mayoritarios.
Para Galicia la pervivencia de esa visión fragmentaria y paleta es una enfermedad, una rémora insoportable y ridícula, un lastre para el futuro. Pero como mientras vivamos el futuro siempre llega, enfermos como estamos lo más realista es aspirar a hacer crisis cuanto antes y confiar en que la convalecencia sea llevadera.