El 2 de Junio se clausuró en el Louvre una extraordinaria exposición sobre Babilonia. Una de las piezas más destacadas de la muestra fue el Código de Hammurabi, monolito de basalto de unos dos metros de altura, grabado hace 3.800 años con la recopilación más completa de las leyes del Oriente Próximo.
Ese monumento representa bien el significado que tenía la ley en la antigüedad: un pilar de la sociedad tan estable que merecía ser grabado en piedra y venerado como algo sagrado.
Obviamente, la ley en los modernos estados de derecho tiene una significación distinta.
Aunque hay preceptos que constituyen el núcleo de la convivencia, en los que reposa nuestra forma de entender el mundo (las relaciones humanas y sociales, la dignidad de la persona, la forma legítima y los límites para ejercer el poder), la mayor parte de nuestras normas tienen un carácter menos esencial. Son, en realidad, meros instrumentos para el ejercicio de la acción pública que, dada nuestra organización política parlamentaria, adoptan forma legal.
Tenemos, así, leyes y Leyes.
Las Leyes con mayúscula tienden a ser estables, insertas en una larga tradición jurídica, y su campo está acotado a grandes áreas decantadas por nuestra cultura.
En cambio, las instrumentales son, por definición, perecederas, variables, abiertas a campos potencialmente infinitos (en realidad, a cualquiera sobre el que se quiera ejercer una política porque ahí radica su justificación: permitir desarrollar una efectiva acción pública).
Pues bien: nuestro tiempo (y nuestro país) se caracteriza por un imparable proceso de hiperregulación, y no tanto porque las normas se extiendan sobre campos cada vez más amplios de la vida humana –cosa quizás inevitable-, sino por la moda de responder a cualquier necesidad a través de normas –cosa perfectamente discutible-.
Podemos decir que, entre nosotros, cualquier tipo de ley se ha convertido en la panacea de la acción política.
Si un delito, ya tipificado, se comete de forma especialmente cruel o repugnante, la opinión pública reclama tanto una eficaz administración de justicia como una modificación del código penal para hacer más precisa la definición del delito y más dura la pena.
Si hay que afrontar un problema social (desde los accidentes de circulación a la ordenación del territorio) o mejorar un servicio público (educativo, sanitario o social) lo primero, ¡lo esencial!, que se propone desde la política es hacer una nueva ley.
En un caso y en el otro, la regulación como solución.
Pero lo cierto es que tal inflación normativa no sólo no asegura, per se, un cambio de la realidad, sino que, a veces, produce efectos perversos.
Además de que hoy ser ciudadano implique, casi necesariamente, ser infractor de algún precepto ignoto, o de que la proliferación de normas suponga que su calidad sea progresivamente decreciente, existen otras disfunciones evidentes:
Para empezar, la ausencia de coordinación entre las iniciativas reguladoras bloquea o dificulta, en ocasiones, políticas estratégicas. Por ejemplo, la modificación del régimen de la contratación laboral temporal está planteando problemas a la consolidación de la I+D en Universidades y centros públicos de investigación.
Otras veces las leyes sólo son útiles con desarrollos posteriores, que no se acometen. El ejemplo más paradigmático es la cínica normativa urbanística de los noventa, tan exigente como inservible sin las siempre preteridas directrices territoriales.
Por fin, muchas regulaciones sólo son útiles si se acompañan de mecanismos de gestión o de policía. Sin éstos, la ley genera nuevos problemas, como el trato injusto que supone no reprimir las conductas contrarias a la ley, o pierde efectividad, con demoras en las licencias para el desarrollo de actividades económicas o en la aplicación de nuevas prestaciones sociales.
Confundir el menú con la comida, es ciertamente peligroso.
Y a veces se tiene la sensación de que la ley, más que como panacea, se utiliza como placebo: un instrumento rápido que, sustituyendo las medidas complejas que reclama la realidad, produce la ilusión de resolver problemas que, en realidad, se perpetúan.