La adopción internacional es un fenómeno social de la segunda mitad del siglo XX. Con anterioridad a 1950 era impensable que una pareja europea o norteamericana se plantease completar su familia adoptando a niños procedentes del extranjero sin que hubiese un contacto o conocimiento personal del adoptando. Porque el fenómeno de la adopción internacional no se da por la mera adopción de niños por padres de un país extranjero, sino por el hecho de que en una zona desarrollada de nuestro mundo un número significativo de personas se plantee colmar su ansia de paternidad a través de la adopción de niños de países en situación desfavorecida y, por ello, con muchos menores en desamparo. La adopción internacional como fenómeno surge de la intersección de dos circunstancias: de un lado, el deseo de personas afincadas en zonas geográficas acomodadas de colmar una paternidad insatisfecha y, de otro, una demografía expansiva en otros países del globo con condiciones sociales de extrema dificultad.
En este sentido, no conviene olvidar que el fenómeno de la adopción internacional es, en realidad, una expresión más de otro más general y dramático: la existencia de desequilibrios e injusticias en el desarrollo socio-económico global.
En tanto que hijo del siglo XX, el fenómeno de la adopción internacional se ha configurado como tal gracias a los grandes procesos de transformación social que le son coetáneos, y el primero de ellos es la internacionalización o globalización de las relaciones humanas.
Quizás el icono que mejor represente el siglo XX sea cualquier fotografía de la tierra realizada desde el espacio. A lo largo de la historia, los avatares de la relación social, económica y cultural entre las distintas áreas geográficas han sido continuas pero circunstanciales, relativamente azarosas y reversibles, porque la existencia de un contacto entre distintas sociedades humanas ha sido una simple posibilidad frente al aislamiento. Desde este punto de vista, la gran novedad traída por el siglo XX ha sido la de fraguar la irreversible planetarización de las sociedades humanas. Las dos globalizaciones económicas, los aquelarres de dos grandes guerras mundiales en que nos hemos intercambiado hasta la hez los papeles de víctimas y verdugos, la confrontación universal de grandes sistemas políticos y su concreción en graves conflictos “locales”, las preocupaciones comunes por los efectos de la acción humana sobre la naturaleza y la conciencia de la interdependencia física de los ámbitos de la tierra, han fusionado todos los territorios del planeta en un solo destino.
La adopción internacional se inserta en esa especificidad del siglo recién concluido que podríamos denominar la “conciencia de la unidad planetaria”.
La naturaleza planetaria del fenómeno de la adopción internacional queda bien ilustrada con algunos datos.
En los últimos cinco años las adopciones internacionales culminadas en el mundo y registradas en el marco de las organizaciones especializadas han oscilado entre las 43.142 de 2005 y las 32.791 de 2008. De ellas, en España se han llevado a efecto 5.541 en 2005 y 3.156 en 2008.
Entre los países de acogida, destacan especialmente los Estados Unidos, con un récord en 2004 de 22.884 adopciones internacionales y con 17.433 en 2008. Italia, Francia, y España se colocan a continuación con más de 3.000 adopciones en 2008. Alemania y Canadá superan la cifra de 1.000 adopciones en ese mismo año, y, por debajo de ese umbral, entre 279 y casi 800 adopciones, se encuentran Suecia, Paises Bajos, Dinamarca, Suiza y Noruega.
Los países de origen más importantes en número de adoptados son China, Rusia y Etiopía, con más de 3.000 niños por año. China y Rusia han reducido a la mitad el número de adopciones realizadas entre 2006 y 2008, disminución compensada por el crecimiento en el mismo periodo de las adopciones de Etiopía, Ucrania y Guatemala, aunque en este caso las cifras de 2008 se deban a casos transitorios con los Estados Unidos derivados de reformas en curso para garantizar la aplicación de los acuerdos internacionales en la materia. La compensación en la oferta pone de relieve el funcionamiento de vasos comunicantes a costa de los países que tienen un sistema de protección a la infancia todavía insuficiente y donde la adopción internacional no es objeto de la atención y control necesarios.
Los países que autorizan más de 1.000 adopciones al año de sus naturales son Vietnam, Colombia, Haití, Corea e India. Entre 500 y 1.000 se sitúan Kazajastán, Nepal, Brasil, Filipinas, Polonia o Bolivia. Y con cifras menores a 500 adopciones y con proyección muy focalizada en determinados países de acogida se encuentran países de origen como Taiwán, Liberia, Nigeria, México, Ghana, Kirguizistán para Estados Unidos, Camboya, Bulgaria y Hungría, para Italia, Malí y Costa de Marfil, para Francia, y Perú para España.
Estos datos ponen de relieve otra dimensión esencial de la adopción internacional: su carácter interracial e intercultural. En el caso de España en 2006, el 54,31% de los niños adoptados procedían de Asia, el 34,26% de la Europa del Este, el 10,18 % de América Latina y el 1,24% de África.
Hay otra especificidad del siglo XX que incide de forma muy especial en el fenómeno que nos ocupa, que es la ampliación del campo de las posibilidades humanas.
La contemporaneidad puede ser definida como el tiempo en que cada vez más cosas entran en el ámbito de la decisión de los hombres, en que más aspectos de la realidad parecen estar bajo nuestra responsabilidad. No es un problema de cantidad sino cualitativo. Hoy podemos decidir sobre cosas que hace años decidían la naturaleza o el azar, procesos orgánicos de los que los hombres éramos sujetos pasivos, meros espectadores.
Eso sucede por la conjunción de dos fuerzas que se potencian una a otra: el desarrollo tecnológico y, en general, el conocimiento aplicado, que nos da nuevos instrumentos para actuar sobre espacios secretos e íntimos de la naturaleza o de la actividad humana y que permite transformaciones de prácticas morales y usos sociales; y el inconformismo con respecto a lo atávico que afloró en las revoluciones del siglo XVIII y que se instaló entre nosotros afectando, incluso, al plano de lo personal y doméstico.
Hoy es posible decidir sobre si una relación sexual debe tener consecuencias procreadoras, o sobre el sexo de un hijo, o sobre si un feto con patologías o deformidades que conocemos de forma temprana debe nacer; podemos acelerar la muerte irreversible o, cuando menos, hacerla más liviana; podemos predecir ciertos fenómenos naturales y reaccionar contra ellos; podemos cuantificar el daño que infligimos a la naturaleza y tratar de evitarlo; podemos conocer con celeridad la existencia de catástrofes y, así, tratar de socorrer eficazmente a las víctimas.
Pero la existencia de esas posibilidades hace más difícil la resignación o, si se quiere, permite no tener que caer en ella. Y ése es un hecho especialmente relevante en lo que afecta a la organización familiar y a la satisfacción de las ansias de paternidad. La dictadura biológica que regulaba la procreación (y que fundó instituciones tan asentadas en la sacralidad del sexo, como el matrimonio tradicional) es hoy técnicamente un rastro del pasado. La libertad de los individuos para construir relaciones estables de pareja con personas del mismo sexo, o la frecuencia con la que personas que desean ser padres o madres no quieren ligar la satisfacción de ese deseo con una relación de pareja, son poderosos agentes de cambio social y alimentan en una medida importante el fenómeno de la adopción internacional. Para ilustrar este hecho quizás sea suficiente recordar que en 2006 el 11,56% de las adopciones internacionales realizadas en España se han correspondido con familias adoptivas monoparentales.
Así pues, el fenómeno de la adopción internacional puede caracterizarse a través de la interrelación de varios hechos y analizarse desde varias perspectivas, todas ellas necesarias para su adecuada comprensión.
Para empezar, la causa desencadenante es la existencia de deseos de paternidad insatisfechos en las zonas desarrolladas del globo. Las exigencias personales que plantean nuestras opulentas sociedades conllevan, paradójicamente, dificultades para alcanzar una paternidad biológica satisfactoria debidas, sobre todo, a la necesidad de retrasar la procreación para hacer viable un proyecto gratificante (o meramente realista) de vida profesional. Pero, además, nuestro dinamismo social abre expectativas de acceso a la paternidad a personas o parejas que no podrían satisfacer sus desesos por cauces naturales o locales.
Porque, también, el incremento del bienestar y de los sistemas públicos de protección social en nuestro propio entorno reducen la existencia de menores en situaciones límites de desamparo, con lo cual las posibilidades de la adopción nacional se restringen.
Con esta demanda coexiste una gigantesca explosión demográfica en las zonas subdesarrolladas del planeta que proporciona una amplísima “oferta de niños” en situación de desatención. Demanda y oferta, además, pueden relacionarse entre sí ya que se producen en un entorno global de flujos e intercambios.
Así, desde una perspectiva descripitiva y económica, el fenómeno de la adopción internacional podría verse como una forma más de cómo las áreas desarrolladas del mundo satisfacen sus necesidades gracias a la provisión de bienes abundantes en los países en vías de desarrollo.
Sin embargo, y de forma relativamente contradictoria con esa visión, en el imaginario colectivo del occidente la adopción internacional se relaciona con la solidaridad. Tal relación se potencia por la forma en que se materializa la conciencia de la unidad planetaria a que nos hemos referido antes, y que es la velocidad en el intercambio de informaciones. En una importante medida, nuestra conciencia global reposa en la tecnología de la comunicación, o, si se quiere, es una conciencia tecnológica, y es gracias a la tecnología que intensifica su eficacia psicológica y social. Para ilustrar esto sólo hace falta recordar que mientras el descubrimiento de América tardó varios meses en ser conocido en Europa, la llegada de un hombre a la luna 470 años después pudo ser vista en directo en todo el planeta. La velocidad de la información trae como consecuencia la reducción de sus contenidos a unidades de sentido extremadamente sintéticas. Tal es la característica exigida por los medios de comunicación a la información que distribuyen.
Y aquí está otra fuente de la conformación social del fenómeno de la adopción internacional: su desarrollo paralelo a un conocimiento mediático del mundo.
Cuando vemos en la televisión las imágenes de niños hambrientos, enfermos y abandonados, cuando se movilizan nuestras conciencias con esa ilustración, encontramos una justificación extraordinariamente poderosa para identificar nuestras ansias de paternidad con una actitud solidaria confundiéndolas en un amasijo inseparable. Acoger en nuestros opulentos hogares a niños de países subdesarrollados pasa a ser, más que el cumplimiento de un deseo propio, una acción de justicia universal, una obligación de transferir algo de nuestro bienestar a la humanidad desfavorecida.
Una derivada del proceso de información es la simplificación, la construcción de clichés. Nuestra idea del mundo, hecha no tanto a base de información sino de noticias, es decir, de los hitos anómalos, sorprendentes, emotivos que se dan en el curso de la vida, se compone de dos elementos antagónicos: la visión catastrofista y el kitsch. Una y otro se necesitan, como polos indispensables y contrapuestos. La información de una realidad caótica, hecha de catástrofes, atentados, hambrunas, conflictos, que nos llega de modo unánime a través de los medios de comunicación, se compensa con la construcción de discursos imaginarios llenos de ingenuidad y belleza, de la que se elimina cualquier rastro de dolor o maldad.
La “buena prensa” que rodea a la adopción internacional surge en parte del juego de esa dicotomía: sobre la memoria de las imágenes del dolor y la miseria, la belleza del icono de la salvífica pareja occidental acogiendo a una niñita china, o a un bebé africano; la asociación de esas imágenes de denuncia y acogimiento con el lustre de las estrellas del espectáculo o del deporte; la transformación de la satisfacción de nuestras necesidades en una redención para los menores adoptados; todo esto es también una dimensión constitutiva del fenómeno social de la adopción internacional.
El proceso de simplificación de la realidad propio del conocimiento mediático opera con gran eficacia en este campo. La cosa es tan sencilla como pensar que, al adoptar, se están satisfaciendo las necesidades de un niño y, por ese simple hecho, contribuyendo a la justicia.
Ese argumento es coincidente con el usado para valorar el hecho adoptivo en nuestras sociedades occidentales hace, digamos, cien años, o treinta en el caso de España, cuando el adoptando era un nacional y los niños abundaban en nuestros países, como también lo hacía la pobreza. La adopción era vista como un acto de caridad ya que, en cualquier caso, se suponía que iba a proporcionar una mejor alternativa de vida que la que les esperaba a los niños desasistidos. Así, en la conciencia social, para adoptar no se consideraban necesarias más cautelas que las meramente jurídicas exigidas por la naturaleza de la institución.
La tentación de considerar cualquier adopción (nacional o internacional) como una redención para el adoptando es muy poderosa si se relaciona con la imagen de la miseria infantil, tan connotada de sentimentalismo.
Pero, como bien dice Amin Maalouf, en lo que afecta a la infancia la línea entre lo sublime y lo abyecto es muy débil, y tan débil separación está también presente en el fenómeno de la adopción internacional.
No es difícil comprender que, sin desmerecer la voluntad solidaria que suele animar el empeño, gestionar la asignación de un menor nacional de un país en dificultades supone asumir un riesgo de que los mecanismos de control que en nuestras sociedades exigimos para asegurar el correcto respeto de los derechos de los niños adoptandos no sean aplicados por las autoridades locales de forma suficientemente rigurosa. Incluso, en ocasiones se puede caer en la tentación de considerar ese “debilitado rigor” un beneficio para satisfacer nuestros deseos, que, por el mecanismo psicológico que hemos comentado, creemos que también es un indiscutible beneficio para los niños.
Sin embargo, la misma evolución que en occidente permitió convertir la adopción en un instrumento más dentro de una amplia gama de alternativas para proteger a la infancia, sometiéndola a procedimientos e intervenciones técnicas razonablemente tipificadas, debe ser puesta encima de la mesa para construir un marco justo para la adopción internacional.
Las pautas establecidas en la praxis de la adopción nacional en cada uno de los procesos implicados en la institución (a saber: la verificación de la idoneidad de los adoptantes, la constatación de la irreversibilidad de la situación de desatención del menor adoptando en su entorno familiar biológico, la asignación de menores en esa situación a familias adoptivas idóneas en base a criterios solventes y, finalmente, el seguimiento postadoptivo), deben regir la actuación en las adopciones internacionales.
Y ahí está el núcleo de la cuestión.
La necesaria intervención de autoridades de paises distintos, algunos sin ningún tipo de política de protección a la infancia, y la responsabilidad de servicios con recursos y conocimientos limitados en la determinación de la adoptabilidad de un menor, exige incidir en cómo salvaguardar los derechos del niño adoptado, derechos que no sólo se tipifican por medio de definiciones jurídicas, sino por un conocimiento psico-social lo suficientemente sólido para guiar los comportamientos humanos y de las autoridades: ése es el objetivo que ha de marcarse una legislación nacional y una práctica correcta de la adopción internacional. En el fondo, tal propósito supone una inversión de los roles del intercambio que hemos definido más arriba: nuestros deseos de paternidad han de convertirse en una “oferta” disponible para satisfacer la “demanda” de afecto, seguridad y protección de niños necesitados de ellos.
La forma por la cual la adopción internacional cobra toda la belleza de una actuación solidaria es aquélla en la cual el empeño individual se compatibiliza con una acción colectiva para intentar defender los derechos de los niños en los paises de oferta. Tal propósito se materializaría si la adopción internacional fuese un recurso dirigido a sistematizar y normalizar las políticas de protección a la infancia en los paises de origen, para lo cual sería necesario acompañar los vínculos entre países derivados de la existencia de procesos adoptivos con mecanismos de cooperación técnica.
Hoy el conocimiento profesional permite la identificación y valoración de las necesidades de los niños, y, en consecuencia, adecuar los instrumentos de protección a ese interés primordial.
Para ello es fundamental devolver la complejidad que lo concreto aporta a los fenómenos sociales de carácter global. En los individuos, en el vínculo emocional y vital que se establece en cada relación, en el compromiso que surge de cada decisión de adopción es donde se encuentra la verdadera dimensión del fenómeno adoptivo.
Pero esa focalización en lo concreto, en los individuos, reclama un máximo rigor en cada uno de los procesos que permiten construir de forma artificiosa un vínculo tan poderoso como el paterno-materno-filial.
Este libro responde a ese propósito de análisis y reflexión, al ansia de percibir la compleja riqueza de la vida por encima de nuestros conceptos generales sobre la adopción internacional y cómo a través de ella ha de procurarse la defensa de los derechos de los niños deshaciendo equívocos o presupuestos sentimentales que pueden conducirnos por caminos errados.