— Ciudad, Santiago de Compostela

Intramuros

Lunwerg, Editorial (2006)

— 1.

La peregrinación y la contemplación son dos de las expresiones más características de la espiritualidad universal. Su práctica tiene un valor intrínseco y produce unos efectos que son relativamente independientes del objeto que las suscita. La vivencia de los peregrinos es bastante similar sea cual sea la advocación a la que acuden o el motivo original que los impulsa; tampoco los medios que ayudan a la concentración del espíritu son determinantes para la experiencia contemplativa.

Así, aunque peregrinando o meditando se encuentren personas de fe distinta, incluso de convicciones contrapuestas, es posible que compartan una experiencia espiritual común.

Es como si, aunque antagónicas en su forma, peregrinación y contemplación respondiesen a una misma necesidad humana: encontrar aquello que vincula al yo personal con una entidad superior, cósmica, de naturaleza espiritual, que antropológicamente asociamos con la divinidad. Sentir esa unión, aunque sea de forma esporádica y débil, es un paliativo al soterrado dolor que nos produce nuestra fugacidad, la certeza de nuestro carácter efímero, la negación absoluta que para cada persona supone la muerte.

Peregrinación y contemplación parecen, en efecto, antagónicas. Peregrinar significa ponerse a andar, dejar atrás lo cotidiano y avanzar en un camino lleno de avatares, de circunstancias, de riesgos. La contemplación, en cambio, implica recogerse, recluirse, aquietarse, separarse de los otros, reducir el campo de los sucesos y contactos exteriores a la mínima expresión. Sin embargo, una y otra se asemejan hasta el extremo de ser el haz y el envés de una misma estrategia: la de debilitar la expresión superficial de un yo, que podríamos denominar personal o circunstancial, sometiéndolo a sucesos y reglas externas, o aquietándolo por medio de una inacción deliberada, como medio para encontrar una esencia más profunda que nos constituye, que realmente está ahí, en nosotros y que el ruido de nuestra vida cotidiana y la obcecación de nuestros deseos nos ocultan.

Ese yo sustancial, cuando hay una fe concreta, se relaciona con la divinidad, bien como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios o bien como parte de su totalidad; pero la ausencia de fe no anula la experiencia de un enriquecimiento espiritual. Incluso para un agnóstico, la tensión entre la personalidad individual, con su ansia de permanencia, y la sucesión de la vida y la muerte formula graves y profundos interrogantes.

Quizá por eso, peregrinación y contemplación son tan propicias para una lectura de lo ecuménico o, incluso, para el diálogo entre la fe y la espiritualidad laica.

También, por eso, peregrinación y contemplación llaman tan poderosamente a los no creyentes frente a formas más unívocas de expresión religiosa, como los ritos devocionales.

— 2.

Santiago de Compostela es un gran conjunto monumental de una extrema riqueza estética, pero, también, un enclave en el que se mezcla la experiencia humana de la historia con un profundo eco espiritual. De hecho, Compostela es una ciudad justificada por un fenómeno de peregrinaje que se encuadra en la tradición del cristianismo católico. Ésa es su razón generadora y la fuente nutricia de su iconografía y de las formas con las que se expresa y construye.

Pero, asociada a su naturaleza de meta de peregrinación, Santiago ha ido acumulando en estratos la presencia de comunidades monásticas que, bien para custodiar el sepulcro del Apóstol, bien para concentrarse alrededor de él y facilitar la meditación y la oración de los monjes, han ido definiendo y pautando la construcción física de la ciudad.

En efecto, la tradición católica, ya desde la altura del siglo VI, recondujo la experiencia contemplativa, hasta entonces concretada en prácticas eremíticas individuales, a una organización comunitaria, estructurada preferentemente a través de la regla de San Benito. Y las comunidades de las congregaciones así formadas se concentraron en monasterios, grandes construcciones que nacieron con la pretensión de englobar en su interior un mundo completo en el que desarrollar una vida de retiro y encuentro con Dios.

Por eso, Compostela, como hecho urbano, está tan caracterizado por la contemplación como por la peregrinación, y, desde su origen, su realidad constructiva pivota sobre el diálogo (y, en ocasiones, el conflicto) entre esas dos experiencias religiosas: por un lado, los caminos de llegada, el santuario meta de la peregrinación y los edificios que dan servicio a los peregrinos y vivienda a los vecinos, y, por otro lado, los conventos.

Así, desde una perspectiva material, el objeto que es la ciudad de Santiago de puede explicar como una intersección de caminos sobre cuyo entramado se asientan las denominadas “estructuras claustrales”, entre las cuales se desarrolla la menuda planta residencial privada.

Como de forma precisa describe Carlos Martí*, en el tejido residencial de Santiago prevalece la parcela gótica, de formato estrecho y profundo, y en esa menuda estructura parcelaria se intercalan edificios públicos que, con independencia de su condición de conventos, hospitales o colegios universitarios, responden siempre al tipo claustral.

La concentración de edificios colectivos de tipo claustral es extraordinariamente densa en comparación con otros conjuntos urbanos de origen medieval, y eso se traduce, en términos arquitectónicos, en el tono sostenido y solemne de los grandes lienzos murales que dominan la imagen de la ciudad, y en la sensación de densidad y reciedumbre que transmite el casco urbano de Santiago.

Pero dentro de las grandes estructuras claustrales, los conventos se diferencian de forma muy característica gracias a la presencia de las huertas, destinadas a dar sustento a la s comunidades e integradas en los propios recintos monásticos, especialmente en los de las congregaciones medievales: la orden benedictina, con San Martín Pinario y San Payo de Antealtares; la dominica, con Santo Domingo de Bonaval y Santa María de Belvís; la franciscana, con San Francisco y Santa Clara, y la de la Merced, con las Mercederias y Santa María la Real de Conxo.

Los conventos de órdenes nacidas en siglos posteriores (las Carmelitas o los Jesuitas, por ejemplo) se añaden a aquéllos, aunque con morfologías menos rotundas y características.

Bien dentro del recinto amurallado de la ciudad o fuera de él, los monasterios, su forma y dimensión caracterizan muy principalmente la hechura de la ciudad de Santiago.

— 3.

Hay, sin embargo, una circunstancia paradójica: el entramado urbano de Compostela, sus vericuetos y rueiros hacen la perspectiva del caminante disocie los elementos de los recintos conventuales y los malinterprete. Los grandes muros perimetrales reciben tratamientos formales tan diversos, relativamente ornados y acabados cuando acogen la entrada a las iglesias conventuales o a la propia portería; menos definidos cuando encierran las celdas; prácticamente sin tratar cuando cercan las huertas, que, para el paseante, para el peregrino que vaga por la ciudad, son piezas entre sí inconexas, como pertenecientes a edificios distintos. Alguien que se instale frente a la fachada de San Martín Pinario, en la plaza de la Inmaculada, o Azabachería, difícilmente asociará ese gran decorado con el muro simple y sencillo que marca un lateral de la Costa Vella. Incluso resulta complicado relacionar la puerta de la Borriquita de Belén, del monasterio de San Payo, tan ornada, tan familiar, de escala tan humana, con el imponente muro de la Plaza de la Quintana, de proporciones ciclópeas, sólo pautado por las hileras superiores de las celosías de las celdas.

Esa sensación de fragmentariedad se da menos cuando se observan los conventos ubicados en el exterior del recinto amurallado, pero, aún así, la imposibilidad de encontrar un lugar desde el que se pueda leer la planta de los edificios, hace que éstos parezcan más humildes, menos imponentes de lo que en realidad son.

Así, la aproximación humana a Compostela, que es la del peregrino, la del caminante, no permite percibir la totalidad de la urbe, su sentido de conjunto, la coherencia de las piezas que la componen, y, especialmente, aquellas en las que se encarna la otra dimensión espiritual de Compostela: la vida contemplativa.

Sólo la visión cenital de la ciudad –el punto de vista de Dios- hace aflorar la riqueza y perfección de los claustros y su rigorosa composición.

Porque, además, como también (y tan bien) describe Carlos Martí, las estructuras claustrales se incrustan en la ciudad siguiendo, por regla general, las mismas directrices de implantación, y ese fenómeno otorga a la traza urbana una singular cohesión y regularidad. Así, tomando como pieza de referencia el claustro de la catedral, la planta de Santiago de Compostela semeja un campo magnético que, naciendo del sepulcro apostólico, ha dispuesto los principales edificios públicos por medio de una retícula virtual que los ordena y determina con un extremo rigor compositivo, a pesar de que las áreas urbanas que quedan entre ellos se rijan por trazados irregulares y obedezcan a las leyes geométricas distintas de las que gobiernan la implantación de los monumentos.

Sólo desde el punto de vista de los elementos cósmicos, de la que, como diría San Francisco de Asís, ven “el hermano Sol y la hermana Luna”, es cuando la importancia de los recintos dedicados a la contemplación aparece y se muestra. Rastreando la regularidad de sus trazas en la planta de la ciudad de Santiago, ésta se nos muestra como un mandala**, una representación simbólica de la perfección, y una ofrenda a Dios.

— 4.

El único espacio urbano que, desde una escala humana, permite percibir con total nitidez la dicotomía constructiva entre peregrinación y contemplación, y, por ello, el espacio más emblemático y espiritualmente intenso de la ciudad, es la plaza de la Quintana: un rectángulo imperfecto, cuyos laterales largos están formados por el muro de un convento lleno de rejas de celdas –sobrio, inmenso y silencioso- frente a la puerta santa, meta máxima de los peregrinos, en el extremo oriental de la catedral, ornado, brillante y marcando con las campanas el lento discurrir de las horas. Entre esos dos grandes telones de piedra, edificaciones de otra escala, representativas de un orden civil y doméstico, y una gran plaza de enlosados graníticos, recogida y reflexiva.

La Quintana, la plaza de Compostela en que la dialéctica entre contemplación y peregrinación se hace explícita y legible.

— 5.

En muchas ocasiones, viendo a peregrinos y visitantes contemplar desde la Quintana el gran muro de San Payo, me asaltó la idea de si en su mente anidaría la misma pregunta que también anidaba en la mía: ¿Cómo se verá la vida desde el otro lado de esas celosías? ¿Cómo se vivirá tras ese muro?

Una ciudad no es una construcción, sino un espacio para la vida. El mayor reto de las ciudades como Santiago de Compostela es mantener, en cada momento, la vigencia de las expresiones de vida y de las funciones similares a aquellas que las construyeron, que les hicieron llegar a ser lo que son. Esa pretensión requiere adaptar a los nuevos tiempos los usos de los edificios y de la propia ciudad, pero sin perder en el camino la esencia que los alimenta y los hace singulares.

Los conventos, como ya señalamos, son recintos que quieren ser mundos, y así, Compostela ha sido desde su origen una ciudad llena de ciudades ocultas, misteriosas, pero en las que se vive y se mantiene una experiencia espiritual encarnada en espacios con su propia historia, con su carisma. De la adición de esas vivencias, de la forma en que se entreveran y entrelazan las vicisitudes de las comunidades que las protagonizan con la vida general de la ciudad, surge el atractivo, el interés, la personalidad de Santiago.

De los grandes recintos monásticos de Compostela, varios han sido reutilizados: San Francisco, combinando usos religiosos, asistenciales y hoteleros; San Martín Pinario, destinado a seminario, recinto expositivo, centro docente y hospedería; Santo Domingo de Bonaval, museo…

Pero detrás de otros muros se mantiene una vida sustancialmente idéntica a aquella que justificó su construcción. Son cinco comunidades de religiosas, entregadas a la vida contemplativa: San Payo, Santa Clara, Santa María de Belvís, el Carmen de Arriba y la Merced. Algo más de cien monjas, gallegas y de otras tierras de España, y americanas, e indias, que en ocasiones llevan dentro de los mismos muros más de cuarenta años, y que custodian la esencia originaria de Compostela: esa que combina el camino esforzado del peregrino y la calma y el sosiego de la contemplación.

Y este libro, envuelto por el aura misteriosa de su vida y su silencio, nos deja atisbar el inmenso patrimonio que preservan para nosotros y para el futuro.

*Martí Arís, Carlos: Santiago de Compostela: la ciudad histórica como presente, Consorcio de Santiago, 1995.

**Mandala: Figura geométrica de desarrollo concéntrico y forma simétrica en la que todo equidista y se subordina respecto a un punto axial. Se utiliza por su significación mística y simbólica, tanto en la edificación arquitectónica como en las producciones plásticas budistas.