Buenas tardes. En primer lugar, debo agradecer a este festival la oportunidad que me brinda de participar con todos ustedes en estos diálogos culturales. Como probablemente sabrán, mi contribución a ellos consiste en reflexionar sobre “la fusión cultural y la creación artística contemporánea”. En los últimos años, el término “fusión” se ha generalizado para referirse a la combinación de estilos artísticos y al mestizaje cultural en los que se confía como potenciales de creatividad y originalidad futuras. Sin embargo, mi reflexión está suscitada sólo parcialmente por ese interés. Así, para desvelar plenamente la intención que la anima, conviene hacer una breve referencia a ciertos hechos históricos, tomados como meros ejemplos.
En los albores de nuestra era, en Gandhara, una región del actual Noroeste de India y Este de Afganistán, se desarrolló un peculiar estilo escultórico, resultado de la fusión entre el Arte Helenístico y el pensamiento Budista. El arte de Gandhara es un ejemplo perfecto de cómo una forma y un contenido que procedían de tradiciones culturales distintas se unificaron en un arte totalmente peculiar, original, que, por cierto, condicionó la iconografía budista hasta nuestros días. Así, la representación del Buda plácido, sonriente y en meditación, quizás el más potente y extendido icono de lo oriental, ha nacido en realidad del arte de Grecia, cuna de la civilización de occidente.
Por su parte, las epopeyas y compilaciones literarias hindúes, codificadas entre el Siglo II AC y el III DC (aunque procedentes de una tradición mil años más antigua), fueron determinantes para conformar la literatura Occidental. Por ejemplo, el Panchatantra, llegado por vía arábiga, se incorporó a las literaturas romances adaptado, reducido y traducido, tomando carta de naturaleza como parte de la literatura medieval europea. El Islam, además, alimentó nuestra fantasía narrativa por la vía de su reelaboración de historias nacidas más al Oriente, como sucede, por ejemplo, con las relatadas en “Las Mil y Una Noches”. Así, los antecedentes de la narrativa europea –desde el “Calila e Dimna”, al “Decamerón”-, se nutrieron, de forma determinante, de fuentes medio y extremo orientales.
Con la colonización de América, también se produjeron muchos e intensos fenómenos de mestizaje artístico: por ejemplo, los corales luteranos, apropiados por las voces y los ritmos de los esclavos de origen africano, se integraron en un desarrollo musical que, iniciado en el Gospell, evolucionó hasta nuestros días con el blues, el jazz y el rock and roll.
Aún más cerca en el tiempo, África y su arte ritual (tanto en la plástica como en la música y la danza) influyeron decisivamente en las vanguardias del Siglo XX (desde Picasso a Stravinsky), produciendo el paradójico efecto de que la innovación estética más radical del desarrollado norte se fundase en el arte más primitivo del pobre sur. Ese plegamiento del arte sobre su propia historia y sobre la geografía del mundo relativizó, además, el concepto de progreso estético y supuso una inflexión en las opiniones sobre la relevancia y significación artística de las distintas culturas.
Estos ejemplos ponen de relieve que el arte es una actividad humana en la que el contacto entre culturas puede producir con naturalidad interrelaciones y fusiones. El artista que de verdad lo es se considera parte de una inmensa comunidad, en la que no caben fronteras ni exclusividades, regida por un afán que es la búsqueda de la belleza y de la novedad, así como de cierto modo de conocimiento de lo humano que escapa de los estrictos medios del procedimiento científico.
Como ha expresado de forma magistral Joseph Conrad hace ya cien años “el artista apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio que rodean nuestras vidas; a nuestros sentimientos de piedad, y de belleza, y de dolor; al latente sentimiento de camaradería de toda la creación y a la sutil pero invencible convicción de solidaridad (…) que une a los hombres en la soledad de sus corazones, que mantiene unida a toda la humanidad, a los muertos con los vivos y a los vivos con los que aún no han nacido…”
A lo largo de la historia, la fusión artística se ha dado en distintos grados, definidos por la apreciación del valor de los elementos que entraban en juego y de la cualidad de cada proceso. Se dio por la integración de una forma en una cultura distinta a la que la creó; a veces, fue el fruto de la actividad conjunta de artistas de culturas distintas, materializado en un resultado nuevo para ambas. También se ha mostrado, simplemente, en “citas”, es decir, en incorporaciones que no pretenden integrar sino, simplemente, ilustrar la diferencia, recoger el artificio de lo ajeno para aumentar el atractivo de lo propio. En los primeros casos hablamos de una fusión real, en el segundo de “pastiches”.
Los contactos interculturales que han dado lugar a esas fusiones artísticas se han producido por circunstancias sociales, económicas o políticas. Desde las incursiones de Alejandro Magno en Asia hasta la presencia de objetos artísticos africanos en la Exposición Universal de París; desde el comercio de las especias hasta las Cruzadas o la Reconquista; desde el descubrimiento de América hasta la explotación de la población de África.
A lo largo de la historia, esos avatares de comunicación intercultural han sido circunstanciales, relativamente azarosos y reversibles, porque la existencia de un contacto entre distintas sociedades humanas ha sido una simple posibilidad frente al aislamiento. Desde este punto de vista, la gran novedad traída por el Siglo XX ha sido la de fraguar la irreversible planetarización de las sociedades humanas. Las dos globalizaciones económicas, los aquelarres de dos grandes guerras mundiales en que nos hemos intercambiado hasta la hez los papeles de víctimas y verdugos, la confrontación mundial de grandes sistemas políticos, y, quizás sobre todo, la visión de la tierra desde el espacio, como imagen de su interdependencia física, han fusionado todos los territorios del planeta en un solo destino.
Esa “conciencia de la unidad planetaria” intensifica su eficacia psicológica y social a causa de la velocidad en el intercambio de las informaciones. En una importante medida, reposa en la tecnología de la comunicación, o, si se quiere, es una conciencia tecnológica. Para ilustrar esto, sólo hace falta recordar que mientras que el descubrimiento de América tardó varios meses en ser conocido en Europa, la llegada de un hombre a la luna 470 años después pudo ser vista en directo en todo el planeta.
Así, hablar de FUSION CULTURAL Y CREACIÓN ARTÍSICA CONTEMPORÁNEA supone hablar sobre las especificidades que un fenómeno ucrónico tiene en el momento presente y cuáles son las perspectivas que aventuramos se pueden dar en el futuro.
A mi modo de ver, esta cuestión se debe dilucidar en dos órdenes de reflexiones, que, con denominaciones un tanto decimonónicas, son:
Por un lado, la infraestructural, que hoy en día se relaciona sobre todo con los mecanismos de la globalización: en concreto, con el modo en que los elementos técnicos y económicos que conducen a ésta en el plano cultural (básicamente los medios de comunicación, la industria del entretenimiento e internet) modifican nuestras prácticas y formas artísticas.
Por otro, las superestructurales, que afectan a la dialéctica entre la concepción del arte como función de la expresión individual o de la satisfacción de necesidades colectivas, económicamente relevantes, y, dentro de ésta última, a su valoración como factor de diferenciación de una comunidad con respecto a las otras o de integración de todas en una cultura más extensa y común.
Con respecto a lo infraestructural, se puede decir que los medios técnicos e industriales que hoy establecen los paradigmas de la contemporaneidad están dando lugar a dos procesos relativamente contradictorios, que abren una muy sugestiva polaridad dialéctica:
Aunque tanto una corriente como otra tienen un origen y una administración predominantemente norteamericana, producen resultados estéticos y culturales muy distintos. El origen norteamericano común no es cosa extraña dado el papel de ese país como patrón de la modernidad, y la disparidad de frutos sólo debe sorprender en parte, porque hay un elemento de semejanza que es suficiente para explicar su común origen: todos los elementos y desarrollos de las dos corrientes son, al menos potencialmente, buenos negocios.
Quizás por eso, ni uno ni otro llegan a un 35% de la humanidad que no participa en absoluto del desarrollo asociado a la economía globalizada, sino que continua viviendo en mundos situados en distintos grados de pasado, desde la Edad Media a la Edad de Piedra.
El paradigma de la cultura de masas, en efecto, produce una norteamericanización de las prácticas culturales (desde la manera de comer o de comprar hasta la de narrar historias); fomenta una “homogeneización en la pasividad” de los receptores de sus variados productos, ya que una de sus características esenciales es la conversión de la cultura en “entretenimiento”, y éste excluye cualquier esfuerzo que no sea físico, y, por fin, desencadena una reducción o simplificación de todos los contenidos que penetran en su órbita.
Si frente a la norteamericanización se puede dar (y de hecho se da) una reacción, asociada a las actitudes de defensa de la identidad de cualquier comunidad, el poder de los elementos de la cultura de masas en los otros fenómenos apuntados es mucho más esquivo a un contraataque y se debe, en buena medida, al fenómeno conocido de que “El medio crea el mensaje”.
A estos efectos, creo interesante esta cita –un tanto despechada- de Milan Kundera de 1986:
“La unificación de la historia del planeta (…) va acompañada de un vertiginoso proceso de reducción. Es cierto que las termitas de la reducción carcomen la vida humana desde siempre: incluso el más acendrado amor acaba por reducirse a un esqueleto de recuerdos endebles. Pero el carácter de la sociedad moderna refuerza monstruosamente esta maldición: la vida del hombre se reduce a su función social; la historia de un pueblo, a algunos acontecimientos que, a su vez, se ven reducidos a una interpretación tendenciosa; la vida social se reduce a la lucha política. El hombre se encuentra en un auténtico torbellino de la reducción donde el “complejo mundo de la vida” (que es el espacio del arte) se oscurece fatalmente y en el cual “el ser” cae en el olvido.
(…) Pero esa reducción también llega al arte. El arte depende cada vez más de los medios de comunicación; éstos, en tanto que agentes de la unificación de la historia planetaria, amplían y canalizan el proceso de reducción; distribuyen en el mundo entero las mismas simplificaciones y clichés que pueden ser aceptados por la mayoría, por todos, por la humanidad entera. (…) Este espíritu común de los medios de comunicación es el espíritu de nuestro tiempo”.
Aquí acaba la cita. En mi opinión, es necesario señalar que la simplificación es una exigencia del pensamiento humano y, en una cierta medida, produce beneficios para la cultura. Ésta, en efecto, es una selección, decantada a través del tiempo, de formas y obras y pensamientos, que ha dejado a muchos en el camino y que ha proyectado a los supervivientes a un contexto distinto. Sin embargo, es cierto que hoy en día el potencial reductor de los medios de la cultura de masas es muy grande porque opera desde una visión que reduce el valor de las cosas a su precio, y esa simplificación de la unidad de medida es, en realidad, la mayor responsable del efecto de DEVALUACIÓN o EMPROBRECIMIENTO de la realidad que ha destacado Kundera.
Pues bien, el actual predicamento de la fusión cultural del que hablamos al principio se da, de forma muy relevante, en esa cultura de masas. Es más, parte del negocio de los “mass-media” consiste en fomentar esa fusión, entendida como un pastiche normalizador o como una sofisticada técnica para el sostenimiento de las audiencias. Y eso no quiere decir, en absoluto, que esa sea la voluntad de los artistas implicados: entre su intención y el efecto conseguido en el mercado no tiene por qué haber coherencia: También aquí, el medio es, en parte, el mensaje.
Donde esto se puede observar con total transparencia es en el negocio de la música, donde, casi como un axioma, la fusión artística (intercultural e interestilística), cobra con facilidad el carácter de pastiche aún cuando haya nacido de una real voluntad de experimentación o expresión, porque ésta no puede escapar de la reducción de sentido que se da en el viaje que va desde la cultura al “entertainment”.
Sin embargo, el paradigma de internet supone una alternativa (y quizás también un antídoto) a la cultura de masas. En efecto, la red devuelve al individuo una capacidad para configurar su “menú cultural” de la misma naturaleza que la que tenía en la cultura no audiovisual pero con toda la potencia de una tecnología realmente magnífica, que aumenta exponencialmente las posibilidades de elección. Además, internet exige una actitud activa del usuario (para la selección, el diálogo, la búsqueda, la elaboración de itinerarios y la sistematización de hallazgos) que presupone y pone en valor su esfuerzo intelectual. De esto nace la idea de que la red, al menos en teoría, es una oportunidad para combatir la reducción de sentidos a la que hemos hecho referencia, reintegrándole a la cultura un espacio, definido desde la modernidad tecnológica, donde puede diferenciarse del “entertainment”.
Eso sucede porque en la red no se da (aún?) una jerarquización institucional de contenidos, porque es caótica y libérrima. Aún cuando es evidente que se está produciendo una progresiva y necesaria organización temática de la red a través de portales definidos por diversos intereses culturales o económicos, su “idiosincrasia” permite, en todo caso, un procedimiento mucho más abierto para la distribución de contenidos. Tal hecho amplifica sus efectos por la individualización o personalización del acceso.
También en el plano de la creación artística, internet supone una alternativa a cuatro retos casi míticos, muy presentes en la discusión artística de la contemporaneidad e impensables en la cultura de masas, que son el de la INTERACTIVIDAD, el del ARTE INTEGRAL, el de la INMEDIATEZ y el de la UNIVERSALIDAD.
Resumiendo lo dicho, el paradigma de INTERNET posibilita formas nuevas y liberaliza, hasta la individualización, la recepción y la producción de la cultura y del arte. Como, además, “planetariza” las relaciones, es una infraestructura especialmente apta para fomentar la relación intercultural y, en consecuencia, para la fusión de perspectivas multiculturales. Esto es lo que, a los efectos de lo que hoy hablamos, nos interesa más.
En efecto, la respuesta de internet a todos los retos antes citados favorece la interculturalidad y, en consecuencia, la fusión. Pero, a diferencia de la uniformización que se daba en otros entornos tecnológicos, la interculturalidad y la fusión en el entorno de la red se darán por el juego individual de las personas y de los artistas, o, si se quiere, prescindiendo de los filtros institucionales de los entornos tradicionales. En efecto: la individualización cultural del paradigma internet puede producir una disociación progresiva entre este subsistema y la cultura colectiva tradicional, ya que rompe la homogeneidad y jerarquización que se daban en ésta. Ahí está la gran paradoja que, para el mundo de la cultura (y quizás para el de la sociología), supone internet: abre perspectivas de nuevas organizaciones comunitarias virtuales, en las que los factores territoriales, culturales y lingüísticos no tienen por qué ser determinantes; pero esa configuración virtual se va a producir sin más institución que la suma de decisiones de ciertos individuos, relacionados entre si virtualmente pero anclados realmente en un territorio y para los que los elementos reales de la vida en su entorno físico continuarán siendo igualmente relevantes. Cómo se vaya a configurar la nueva cultura entre esos dos planos, efectivos ambos, ambos inconexos, es una apasionante incógnita.
Además, esa dualidad se va a relacionar con la cultura de masas, y, en mi opinión, de esa relación puede derivarse una adicional función higiénica de Internet: la de favorecer el retorno a la complejidad en la elaboración y comprensión del arte.
Milan Kundera, en un ensayo-conferencia de 1983, titulado “la desprestigiada herencia de Cervantes” hacía una reflexión que, a estos efectos, me parece pertinente parafrasear:
El escritor se interrogaba sobre la vigencia de la novela en el mundo contemporáneo. Para Kundera, la novela era tan constitutiva del mundo moderno como el empirismo. Así, si la cultura europea se puede definir como la que llevó al hombre a formularse preguntas guiadas por la pasión por el conocimiento, la reducción de sentido operada por el empirismo en el concepto de conocimiento, al hacerlo sinónimo de exploración técnica y matemática, no supuso una crisis real de lo europeo porque, simultáneamente, la novela sirvió para llenar la laguna de sentido producida por esa reducción. Ciencia y novela serían la expresión de lo europeo, porque juntos permiten el conocimiento del mundo concreto de la vida. Desde esta perspectiva, el creador de la Edad Moderna no sólo sería Descartes, sino también Cervantes.
Así, la historia de la novela europea es un progresivo descubrimiento de aspectos de la existencia alcanzados por sus propios medios. Con Cervantes se pregunta qué es la aventura; con Samuel Richardson comienza a examinar lo que sucede en el interior, a desvelar la vida secreta de los sentimientos; con Balzac descubre el arraigo del hombre en la Historia; con Flaubert explora la terra hasta entonces incognita de lo cotidiano; con Tolstoi se acerca a la intervención de lo irracional en las decisiones y comportamientos humanos; la novela sondea el tiempo: el inalcanzable momento pasado con Proust; el inalcanzable momento presente con Joyce. Se interroga con Thomas Mann sobre el papel de los mitos que, llegados del fondo de los tiempos, teledirigen nuestros pasos… etc, etc. La novela tiene, pues, una función que sigue vigente, porque cada vez es más necesario proveerse de la sabiduría de lo incierto, de lo ambiguo, que es la que el arte aporta.
Pero el desarrollo de esa función requiere un entorno en el que lo complejo se exprese y comprenda. Como ya habíamos indicado, los tiempos de los mass-media auguraban una progresiva potenciación de la reducción, de la simplificación, lo que justificaba un pronóstico pesimista en Kundera sobre el futuro de la novela.
Pues bien, Internet y el desarrollo tecnológico asociado a ella (que también afecta a los medios convencionales) pueden configurar un modelo útil para el mantenimiento en el mundo del futuro de los discursos complejos de las artes tradicionales. Todas las características potenciales de la red así lo aventuran. Sólo queda verificar que ese fenómeno se dé, y que los artistas y escritores seamos capaces de aprovechar las oportunidades que se nos brindan.
Casi sin querer, lo dicho sobre las infraestructuras nos ha llevado a hablar de las cuestiones superestructurales. La primera de las que habíamos señalado es la posición individual del artista en este contexto.
Para empezar, es indudable que hoy el artista tiene atribuido el rol social propio de un artesano o profesional muy cualificado (que ha sido lo más frecuente en la historia) y no el de un líder intelectual o moral, que es el modelo romántico (muy poco usual). El artista hoy se parece más al Maestro Mateo, que a Goethe, Wagner o Victor Hugo. Obviamente, esto se debe, sobre todo, a razones sociológicas y epistemológicas. Pero, en lo que afecta a lo infraestructural, la dualidad de la cultura de masas y de la cultura personalizada tecnológicamente se proyecta en ese plano individual a través de efectos muy concretos y, a mi juicio, beneficiosos. El primero, es que los profesionales del arte va a tener que moverse con normalidad en los dos entornos, porque en ellos se exigirá que desplieguen su función y elaboren sus obras. Es evidente que para la cultura de masas es cada vez mayor la importancia del producto y, en consecuencia, la eficacia comunicativa de la obra –en detrimento de su valor como expresión individual de un artista-, mientras que en la cultura personalizada se da una recuperación de ese papel expresivo, personal. Por eso va a ser muy interesante la permeabilidad entre el trabajo del artista en un plano y otro y, probablemente, de esa tensión nacerán relaciones nuevas entre ellos: por ejemplo, ya parece evidente que el entorno de internet tiene una función de I+D, de banco de innovación, para la cultura de masas.
Lo paradójico es que la aparición del artista “que era algo más que un artista”, el hombre providencial que hacía las veces de profeta laico, de visionario, supuso el inicio de una brecha muy profunda en el arte entre las formas cultas y las populares. La diferenciación entre lo culto y lo popular se ha producido siempre, pero, en el pasado, los artistas participaban en la producción de ambos, porque ambos exigían un dominio profesional que se unificaba en la actividad artesanal del artista. Así, Shakespeare o Calderón escribían dramas para el gran público u obras de perfil más cortesano o intelectual. Bach podía componer una cantata para cumplir sus obligaciones de empleado y promover la piedad en los fieles de una iglesia, un concierto profano para el entretenimiento de un príncipe y de su corte y una obra abstracta y experimental para su propio placer o formación. Goya retrataba a reyes, ilustraba tapices con motivos populares o pintaba monstruos y experimentos audaces en su casa.
En mi opinión, el paradigma de artista artesano profesional, en el que de nuevo nos movemos, y la dualidad entre la lógica de la cultura de masas (marcada por las máximas de eficacia comunicativa y producto colectivo) y la de la cultura personalizada (caracterizada por primar la innovación, la riqueza de expresión y favorecer el impulso individual), puede contribuir a restañar aquella fisura entre los artes de la contemporaneidad gracias a la devolución de un único estatuto profesional a todas las manifestaciones artísticas y a la erradicación de una artificial “identificación” del artista con una sola de ellas. Anticipaciones de esto se producen en la penetración de músicos clásicos en campos de las músicas populares modernas, o viceversa; o por la elaboración de guiones para productos audiovisuales de gran consumo por escritores; o por la participación de artistas plásticos en el diseño industrial. Esos ejemplos irán, sin duda, a más en el futuro próximo y harán más fácil reducir el abismo creado entre aquellos dos artes.
Pero, en realidad, la cuestión central que se suscita con respecto a la fusión cultural y a la creación artística contemporánea, es de índole política. En concreto, la de la multiculturalidad social. Para discutir sobre ello, quizás debamos comenzar por transcribir un fragmento de un artículo publicado en el “Corriere della Sera” el 17 de Julio pasado, que he leído en la revista de Prensa de “El País”. El artículo se titula “La nación y lo multiétnico” y dice así:
“¿Cómo podrá Italia seguir siendo una nación a pesar de convertirse en un país multiétnico? Este es el problema de fondo que nos plantean los datos sobre la inmigación, que indican la presencia de 1.270.000 extranjeros legalmente en Italia. (un 3% de la población total…) El problema se resume en una pregunta: ¿queremos convertirnos en un país inevitablemente dividido en una multiplicidad de culturas, difíciles de relacionarse entre sí? La Italia que amamos es un paisaje, una lengua, una cultura y su historia, es un patrimonio religioso y espiritual… Debemos decidir si poner a disposición de los inmigrantes la posibilidad de convertirse en italianos. Si queremos seguir siendo una única nación no podemos limitarnos a acoger: debemos integrar, porque una Italia no integrada, que permanezca multicultural, no sería ya Italia.”
En esa declaración subyacen dos opiniones, muy extendidas, pero profundamente dañinas: la multiculturalidad es contraria a la identidad; y la identidad se funda en el pasado. Ahora bien, convendría preguntar al autor de ese artículo ¿en qué medida un italiano de hoy es lo mismo que un etrusco o que un romano? ¿En qué se parece un catellano-manchego a un betón? ¿O un gallego del año 2000 a un habitante de un castro céltico, antes de la romanización de Galicia? La respuesta a esas preguntas servirían para contradecir las opiniones subyacentes del artículo del “Corriere della Sera”: en términos históricos, toda identidad se funda en una sucesión de fusiones y depuraciones multiculturales; y, además, la identidad se construye en el presente: es el presente el que reelabora la explicación y el sentido de la identidad. Un norteamericano de hoy no puede eludir el factor africano, su importancia en la conformación actual de la nación. Sólo los racistas radicales podrían sostener la “no multiculturalidad, la no plurirracialidad” constitutiva de la identidad de los Estados Unidos.
Pues bien, para el arte, interculturalidad e identidad no son conceptos contrapuestos. Es más, son extremos necesarios de un continuo vivencial y estético. Ahora bien, como eso no así en el uso social y político del arte, el compromiso del artista con el arte, que es un compromiso con los valores de la multiculturalidad, es ineludiblemente un compromiso político.
En mi opinión, el arte va a jugar un papel muy importante en el futuro político de la humanidad como espacio para la fusión cultural y el fomento del diálogo multicultural. Uno de los problemas centrales que nos va a ocupar en los próximos años (además de la sostenibilidad social, moral, ecológica y económica del desarrollo) va a ser el de la compatibilidad convivencial de las culturas y su depuración cualitativa a través de la coexistencia intercultural: si se quiere, cómo vamos a determinar aquello que es una diferencia aceptable entre culturas y lo que no lo es, evitando las perversiones de un relativismo cultural total: o, expresado de otro modo, cómo vamos a construir una utopía –que frente a las utopías finalistas del pasado, sea una utopía procesal: la de encontrar un procedimiento para la construcción dinámica de una cultura básica común de la humanidad (que salvaguarde ciertos valores –los derechos humanos, por ejemplo-) y que, al tiempo, permita un absoluto respeto a la singularidad y a la individualidad de comunidades y personas.
En el arte ha sido históricamente posible tejer ese horizonte utópico porque, como señalamos al principio, los artistas pertenecen a una comunidad universal en la que los hallazgos estéticos se patrimonializan de forma inmediata por todos, acostumbrados a aceptar y rechazar formas y resultados, y a conjugar muy naturalmente cultura común y respeto a la diversidad.
Para que el arte despliegue con total eficacia esa potencia, a mi juicio, se deben dar dos circunstancias:
UNA. El conocimiento y comprensión, es decir, la formación de los artistas en las culturas ajenas, ya que el reto de la multiculturalidad exige moverse en lo complejo, y lo complejo requiere profundidad. A este respecto, es una laguna inexplicable que en la formación de las personas y los artistas aún no se considere el conocimiento de la riqueza cultural ajena como algo fundamental.
DOS. La introducción del tema y de la experiencia individual de la interculturalidad en las obras artísticas. El arte se mueve en el campo de lo concreto, y el hombre concreto, como personaje o como autor, tiene que ser el protagonista del mismo. A este respecto, es curioso que los más activos practicantes de esto sean hoy los cineastas y literatos orientales (Angee Lee o Vikram Set, por poner un ejemplo), y no los europeos o americanos, que viven más claramente en sus sociedades el fenómeno de la multiculturalidad. Quizás tenga que ver en ello el arraigado etnocentrismo que nos caracteriza, que nos permite hacer muy buen arte “sobre lo distinto” (“El corazón de las Tinieblas”, por ejemplo) pero nos dificulta hacer arte intercultural.
Hasta aquí mis reflexiones, que se pueden sintetizar en estas cuatro ideas:
1. La multiculturalidad social y la planetarización van a colocar en un primer plano de la creación artística la fusión y la interculturalidad.
2. El arte, en su desarrollo específicamente artístico, tendrá una responsabilidad política en el mundo futuro porque es un ámbito para conjugar armónicamente identidad e integración intercultural.
3. Los medios tecnológicos de la cultura moderna, conjugados dialécticamente, pueden dar lugar a una fusión cultural no reduccionista.
4. Por fin, el artista debe ser protagonista de la interculturalidad. Debe asumir en su formación la comprensión de las formas artísticas y culturales de otros entornos e incorporar al arte el tema del hombre como sujeto de relaciones interculturales.
Muchas gracias por su atención.