El progreso es un concepto complejo. Para empezar, la idea hoy generalmente aceptada de que la evolución de la humanidad es continua y rectilínea, de que el futuro es necesariamente mejor que el pasado, es, en términos históricos, reciente (cosa del Siglo IV y de San Agustín, con su visión de la historia como el lento triunfo de la Ciudad de Dios sobre la Ciudad del Hombre). Hasta entonces, incluso el pensamiento occidental (grecolatino) creía, como lo hace hoy el oriental, en la circularidad moral del tiempo: el perfeccionamiento va seguido del deterioro y viceversa, en una sucesión infinita de progreso y retroceso y progreso…
Pero, aparte de esa cuestión, el concepto contemporáneo de progreso incluye dos variantes muy diferentes entre sí. La primera –diríamos el progreso sensu strictu- consiste en satisfacer en el presente necesidades humanas de forma más amplia y eficiente que en el pasado. La segunda, en cambio, se reduce a atender de forma igual o incluso menos eficiente esas necesidades, pero con modos más adecuados al espíritu de los tiempos. Por ejemplo, si es indiscutible que hoy podemos desplazarnos de un lugar a otro mejor de lo que se hacía en la Grecia antigua, en absoluto lo es que dispongamos de un mejor entretenimiento y goce cultural viendo en la televisión HOUSE que los atenienses asistiendo a una representación de ANTÍGONA.
Una de las necesidades atávicas del hombre es adivinar el futuro. Cada época histórica ha dado una respuesta a esa necesidad. En los tiempos precientíficos la cosa se basaba en la idea de que el futuro se hacía accesible en el presente a través de signos que se reflejaban en objetos o sucesos que alguien con conocimiento y poder podía interpretar: en las culturas mediterráneas, desventrando aves para descifrar lo que significan sus vísceras, arrojando al suelo dados o espigas, o escrutando manos de personas; en las célticas, observando el aire, las flores, o el fuego.
En la cultura científica que nos caracteriza, esas técnicas se han sustituido por procedimientos que observan el presente bajo la óptica estadística para anticipar de forma razonable comportamientos sociales o la evolución de ciertos estados de la naturaleza. Más que “adivinar”, pronosticamos.
Sin embargo, aquellas viejas prácticas y las presentes se asemejan en dos cosas: sirven para aliviar la incertidumbre humana respecto al futuro, y unas veces aciertan y otras no.
Aunque parezca absurdo, en la memoria quedan más los aciertos que los errores. Así, hay múltiples ejemplos de vaticinios certeros que están grabados en el imaginario de la humanidad, casi todos asociados a grandes personajes, porque el vértigo de la incertidumbre se da de una forma más intensa (e interesante) en los que viven cerca del poder.
El olvido de los errores y la fuerza del ansia por saber, inducen a que en la política contemporánea sea una extravagancia actuar sin información sobre el futuro. Por ello, no es de extrañar que, ante la proximidad de unas elecciones, proliferen encuestas o sondeos que miden, minuto a minuto, la evolución del pronóstico.
Sin embargo, una peculiaridad de nuestro tiempo es la confluencia del atávico interés de los protagonistas por orientar su acción a través de la adivinación, con las características del nuevo mercado de la comunicación. Como se sabe, eso que hemos denominado “sociedad de la información”, en lo que a medios de masas se refiere, es más bien “la sociedad de la noticia”. Lo relevante para el negocio no es la información, sino la novedad, lo que llama la atención, lo que los otros no proporcionan… y las encuestas y sondeos son, en ese sentido, un producto maravilloso.
Así que, hasta las Generales, nos quedan cuatro meses de encuestas que, en otro contexto cultural, podrían sustituirse por descripciones interpretadas de cómo era el color de los intestinos de una paloma, y frente a las cuales sería más razonable contraponer un augurio tan famoso y ambiguo como el de CUÍDATE DE LOS IDUS DE MARZO.
Porque –no lo olvidemos- al leer resultados de sondeos no estaremos recibiendo información sino entreteniéndonos con oráculos.