La controversia sobre el gallego derivada de las elecciones de marzo carece de una perspectiva necesaria para su adecuado encuadramiento: la de la preservación del patrimonio cultural.
Galicia, en términos lingüísticos, no es (pongamos por caso) Bélgica: una sociedad dividida en comunidades lingüísticas cuyo estatus frente a las instituciones y a las otras comunidades es necesario delimitar. Para algunos dogmáticos de una u otra especie esa situación sería la deseable, con el gallego como lengua de los gallegos, el castellano como lengua de los españoles que viven en Galicia, y con una política lingüística que ordenara la convivencia de esas dos comunidades, entre sí ajenas.
Sin embargo, la cuestión lingüística de Galicia se formula mejor con esta pregunta: ¿cómo va a perdurar el gallego, lengua frágil creada en este finisterre europeo, conviviendo ya no en el mismo territorio, sino en los mismos hablantes, con el poderosísimo castellano?
La respuesta a esa pregunta acepta dos escenarios alternativos: el gallego puede convertirse en una lengua folclorizada, reducida a un uso ritual y cultural, como un apreciado resto arqueológico; o puede mantenerse como una lengua de uso y comunicación general, como una realidad viva y creativa en relativo parangón con el castellano, y esta dicotomía nos traslada inevitablemente al campo de las cuestiones que afectan al patrimonio histórico y cultural.
En efecto: los bienes patrimoniales se pueden dividir en dos grupos: los que, habiendo perdido su función y vigencia originarias, se mantienen como un hermoso testimonio del pasado, como, por ejemplo, la muralla romana de Lugo; y los que, además de preservar su valor histórico, han mantenido también su uso y función, como sucede, por ejemplo, con el camino y con la ciudad histórica de Santiago.
El camino y la ciudad de Santiago son bienes conjuntos, en los que el valor de la totalidad se materializa en una pluralidad de elementos y de dueños. Así, la única forma de preservar el patrimonio público es establecer restricciones a los derechos de disposición de las múltiples propiedades privadas en que aquél se descompone, ampliando las obligaciones asociadas a ese derecho y regulando de forma específica materias que en otros ámbitos no lo necesitarían. Por ejemplo, en interés de todos, los propietarios de los edificios de la ciudad histórica de Santiago de Compostela no pueden alterar los volúmenes de sus casas, usar en ellas determinados materiales o desarrollar determinados usos, y es que la preservación del patrimonio exige esfuerzo, deberes, gastos, y también una actitud culta, madura, que fuerza a renunciar a expectativas inmediatas y personales para asegurar beneficios futuros y colectivos.
La resistencia de ciertos propietarios a asumir esas cargas se parece a las protestas de aquellos que han denunciado las medidas que imponen el gallego sobre el castellano: un rechazo a la relevancia del bien a preservar y a cómo esa preservación afecta a su ámbito personal. Y para tales rechazos, los excesos (que habelos haylos) se convierten en categoría.
Sin embargo, y por razones no muy distintas a las que nos hacen desear que una ciudad como Compostela preserve su forma y su vida, hay gallegos (entre los que me encuentro) que teniendo el castellano como lengua madre y considerándola, por tanto, como propia, entendemos que el gallego merece nuestro esfuerzo para asegurar su pervivencia como instrumento vivo de comunicación y no como vestigio de la historia. Y eso implica asumir de forma natural responsabilidades individuales de aprendizaje y uso y deberes exigibles legalmente.
Claro que con la misma naturalidad sabemos que el futuro de la lengua, mucho más que de la regulación política, depende de cómo los ciudadanos de Galicia la aprecien y la incorporen a su acervo como un bien no connotado partidariamente; de evitar líos como el de Galicia y Galiza; de cómo el hecho lingüístico se integre en una vivencia cultural amplia y comprometida con el patrimonio que atesoramos, que nos singulariza y nos une.
Ciudadanos y políticos deberíamos ponernos urgentemente a ello porque en ello no estamos.