En buena medida considerar la Ciudad de la Cultura como un inexorable dislate ruinoso se asienta sobre prejuicios: la cultura, o es un gasto improductivo, o un lujo de ricos.
Tales ideas se fundan en raices profundas nacidas de la relación de la cultura con el dinero: ¡Las cosas bellas suelen costar mucho!
Gran parte de los bienes culturales que atesoramos han inmovilizado recursos de la economía productiva en objetos (monumentos, cuadros, textos, músicas) cuya legitimación y sentido no eran económicos: glorificar a Dios, expresar poder, conjurar amenazas… Otra parte del patrimonio cultural fue creado para satisfacer necesidades de entretenimiento y lujo de las clases acomodadas, y de ahí la relación entre la belleza y la idea de lo supérfluo: la cultura sería a la economía lo que el despilfarro a la necesidad.
Tanto una idea como otra se proyectan actualmente sobre el gasto presupuestario: como ya no nos justifica ningún ansia espiritual, que los poderes públicos creen infraestructuras o atiendan a necesidades culturales es incomprensible si cuesta mucho ya que impide otros gastos que se consideran más necesarios: sanidad, carreteras, educación…
Sin embargo, el desarrollo experimentado en el siglo XX ha hecho del ocio y de la movilidad de las personas una base fundamental de la continuidad del crecimiento. La cosa es sencilla: en 1915 había en el mundo 1.800 millones de personas, y en 2006, 6.500. El sistema productivo podría satisfacer sin dificultad las necesidades básicas de esa población si existiese un orden social justo. Por eso, el desarrollo económico preciso para que la cadena del crecimiento no se detenga ha de basarse en otras premisas: hacer efímeros los productos que consumimos (por su baja durabilidad o por la obsolescencia de la moda), e incorporar al modelo económico la satisfacción de nuevas necesidades, reales o no. Además de la búsqueda de formas más racionales para el aprovechamiento de los recursos, las más obvias son la mejora, para un cada vez mayor número de personas, de las condiciones generales de vida: salud, educación, vivienda, infraestructuras. Pero, también, de las alternativas de ocio (viajar, comunicarse, entretenerse, conocer), y para eso la cultura es esencial.
Para aprovechar las oportunidades de desarrollo local que proporciona la dinámica económica global, el campo del entretenimiento es especialmente útil porque, si se acierta, la localización de los resultados no se ve amenazada. Por eso, los poderes públicos llevan décadas promoviendo iniciativas de dinamización territorial a través de proyectos culturales. Estos se financian, en muchos casos, por vías presupuestarias, pero su finalidad principal es generar economía productiva privada. Diríamos que se trata de estrategias público-privadas en las que los recursos del presupuesto desarrollan cultura y marca para captar públicos de perfil adecuado, favoreciendo así la creación de actividad económica cuyo dinamismo genera los retornos de la inversión pública.
Por eso, la concurrencia entre tales iniciativas y las otras necesidades a atender con los presupuestos no se puede dilucidar de forma directa, sino a través de una valoración integral de su rentabilidad social: calidad del proyecto, impacto sobre el crecimiento y saldo de recursos que retornan al sector público.
Ese contexto es en el que la Ciudad de la Cultura merece ser analizada y enjuiciada. Para ello, un modelo con el que simular su potencial impacto económico sería muy útil. En Galicia (que yo sepa) aún no disponemos de él a pesar de haber protagonizado eventos que ya habrían merecido análisis semejantes: los tan denostados Xacobeos han dado lugar a incrementos del PIB de casi un 1% (unos 500 millones de Euros en valores de 2007) con un gasto público directo (en promoción, infraestructuras y actividad cultural) que no llega al 20% de esa cifra. Si la Ciudad de la Cultura consolidara, pongamos por caso, un tercio de ese balance, sería un gran éxito.
Para ello sería indispensable un proyecto económico-cultural a la altura del arquitectónico y de la ciudad en que se enclava.
Si no enredáramos quizá fuese posible conseguirlo pronto.