— Economía y cultura

Literatura y crisis económica

El País, Galicia (26-8-2008)

Una forma de aprovechar la crisis económica, tan visible este verano, es usarla como ficción.

La cosa no es difícil porque la crisis aporta un material literario de primera calidad. Los reportajes sobre el funcionamiento del mercado hipotecario norteamericano y su relación con las operaciones especulativas del circo financiero internacional; o sobre el caso MARTINSA-FADESA y las demás historias de poder, ambición y dinero tejidas alrededor del negocio de la construcción en España, proporcionan tramas dignas de best-sellers.

Todo adquiere tintes más épicos si, además, hacemos caso a los comentaristas que relacionan la crisis con el Crack del 29. Tal relación aún no está fundada en que la crisis financiera actual conduzca a una Gran Depresión –¡toquemos madera!-, sino a algunas evidentes analogías entre comportamientos de los años 2000 y los que dieron lugar al crack bursátil del 29: euforia por la posibilidad de hacerse ricos con unos valores (acciones en 1929, títulos hipotecarios sub prime hoy) de muy poca calidad, y gran concentración y volumen de recursos financieros destinados por los bancos a alimentar esa dinámica especulativa.

Y, en España, además, la idea general de que la actividad económica más productiva era convertir el suelo en construcciones, aunque no se tuviera muy claro quién iba a comprarlas y pagarlas si el crédito se encarecía o se restringía.

Porque en 1929 y en 2007 se han repetido dos fenómenos idénticos: la codicia extendida en amplios sectores sociales y la entusiasta complicidad de las entidades financieras con ella.

Dos obras literarias, muy recomendables para un final de vacaciones, retratan esos comportamientos.

La codicia universal se refleja de forma muy auténtica en un texto del más intelectual de los hermanos Marx: “Groucho Marx y el Crack del 29”.

Groucho fue víctima de la euforia bursátil de 1929, en la que perdió 240 mil dólares -dos años y medio de su salario de entonces-, y no más, “porque no lo tenía”. Su obra revela lo difícil que le resulta al espíritu humano resistir a la tentación de enriquecerse sin esfuerzo. Cualquier objeción que se oponga a esa ilusión es desterrada como inaceptable, a pesar de que la razón insista en que la lógica de las cosas falla si eso parece posible.

Esa inútil lucha se reflejaba también en la mirada huidiza de cualquier propietario inmobiliario en 2007 cuando alguien auguraba el fin del boom pero mayormente se creía que tener mil metros cuadrados de suelo conducía, seguro, a la opulencia.

La corresponsabilidad de los banqueros en esos delirios tiene que ver con algo caricaturizado por el economista John Kenneth Galbraith en una novela, titulada en español “El profesor de Harvard”.

No voy a desvelar la trama para no chafarles el placer, pero la cosa tiene que ver con que el dinero es algo tan abstracto que, para ser práctico, depende de la fe. La gente ha de confiar mucho para creer que un trozo de papel vale por bienes y servicios tangibles. Quizás por eso, todo lo que rodea al dinero se ha imbuído de un halo de seriedad y rigor. Los numerosos índices que manejamos (IPC, PIB, IBEX…) son herramientas que nos hacen creer en la racionalidad del mundo económico.

Pues bien, el Profesor de Harvard ponía de manifiesto el funcionamiento real de los mercados bursátiles y el comportamiento de los dirigentes financieros a través de un nuevo índice: el de las Expectativas Irracionales, o IRAT (Index of Irational Expectations).

El IRAT desvelaba el falso optimismo que encubren los números de los informes de bancos y compañías, y así permitía comprar sus valores cuando aquél aún era bajo y venderlos cuando ya era alto. Si existiese, el IRAT aseguraría el éxito en bolsa del que lo manejase porque dispondría de un instrumento fiable para sortear los frecuentes espejismos del mercado.

Con esa novela, Galbraith nos recordaba que el alto mundo financiero vive al menos tanto del rigor como de la irracionalidad. Así se hacen los negocios, y así, de vez en cuando, a todos nos toca padecer por las locuras que cometen nuestros sesudos dirigentes financieros.

A cambio, a veces dejan soñar a la gente con hacerse rica.