— Galicia

Futuro y oportunidades perdidas

El País, Galicia (5-6-2007)

Usualmente juzgamos nuestro presente comparándolo en términos absolutos con el pasado. Si constatamos progresos, tenemos la tendencia a sentirnos psicológica y socialmente satisfechos, reafirmándonos en que caminamos en la buena dirección. El hecho de vivir mejor, de disponer de más servicios, de más infraestructuras, de más renta, es suficiente para concluir que nuestra dinámica social y política es correcta.

Sin embargo, la cuestión que realmente determina la pertinencia de una estrategia social o personal no es si se ha mejorado o no, sino en qué medida se han aprovechado las oportunidades para hacerlo y cómo se han sentado las bases para que en el futuro siga habiendo opciones de desarrollo. En esta cuestión debería basarse nuestro juicio porque ahí radica, en realidad, el mérito.

En efecto, las dinámicas socioeconómicas generan una irradiación de sus resultados que, con lógica similar a la de un movimiento sísmico, los extiende a zonas relativamente alejadas del epicentro. Así, si se está en una área institucional y económicamente conectada con los ejes y flujos de la prosperidad, algún beneficio llegará aunque no se haga demasiado para merecerlo; y llegará tanto más cuanto menos crítico se sea con el modelo de desarrollo imperante. En otras palabras, es posible que coexistan una indolencia estructural con un cierto desarrollo. Se puede vivir en una acomodada autocomplacencia, en una paulatina pérdida de autoexigencia y, sin embargo, progresar.

Ahora bien, ¿esa mejoría puede considerarse satisfactoria?

La respuesta depende de qué concepción se tenga del futuro. Si se entiende ante todo como un esfuerzo moral, como un compromiso, como un proyecto, debemos decir que no. La pasividad no encaja con la idea de “labrarse un futuro”, con la constatación de que el futuro es una responsabilidad a asumir.

Si, en cambio, el futuro se concibe como el estado que se alcanza por el mero transcurso del tiempo, podríamos decir que sí, porque se tendría el mérito de tener suerte, o, mejor dicho, de ser afortunado, lo que no deja de ser importante: si tuviéramos la desventura de vivir en una zona condenada, difícilmente hubiéramos podido vencer la inercia del estancamiento o del empobrecimiento. El mejor futuro adoptaría, entonces, la forma de una patera.

Por eso, las sociedades o personas conscientes de sus carencias, pero con posibilidades, no pueden resignarse a una actitud pasiva. Lo digno es luchar por generar oportunidades y aprovecharlas. En ciertas coyunturas, países enteros cobran conciencia de que su potencial les permite llegar a más, y de ellos se adueña una suerte de “insatisfacción activa” que me parece uno de los estados más perfectos a los que puede aspirar una sociedad.

Pues bien, ¿cómo se concretan estas reflexiones en la Galicia del año 2007 al compararla con la de, pongamos, 1986?

Por constatación estadística podríamos decir que Galicia se ha instalado en una dinámica que combina crecimiento con pérdida de oportunidades. La evolución de producto y renta avalan lo primero, pero la disminución de nuestro peso relativo en la economía y en la demografía española, lo segundo. También, en los nuevos indicadores expresivos de dinamismo social –como el uso de las tecnologías de la información y comunicación- nuestra posición de partida es muy débil.

¿Ese diagnóstico casa con nuestra percepción directa de la realidad?

En mi experiencia debo decir que sí. Ciertamente, hay ámbitos concretos -tanto públicos como privados- en los que Galicia ha alcanzado posiciones de liderazgo, pero, en conjunto, el acomodamiento en un estado de debilidad, la complacencia con nosotros mismos y la exigencia para con los demás me parecen la norma, lo usual.

Ser consciente de una realidad es la primera condición para transformarla, por lo que ratificar o refutar esa impresión y, en su caso, explorar sus causas, debería ser tarea prioritaria. Como la política, tan cautiva de lo políticamente correcto, se muestra perezosa para abordar debates socialmente incómodos, la opinión pública puede ser un instrumento útil para suscitarlos. Merece la pena intentarlo.