Varlam Shalámov: «Relatos de Kolymá», una obra maestra abrumadora

Fotografía: Denís Estévez

La obra maestra de Varlam Shalámov consta de 137 relatos, agrupados en cinco volúmenes, titulados, respectivamente, Relatos de Kolymá, La orilla izquierda, El artista de la pala, La resurrección del Alerce y El guante o RK-2.

Esos cinco volúmenes fueron editados en castellano por la editorial Minúscula entre 2007 y 2013.

Antes, en 1997, Literatura Mondadori había publicado en España una selección de 66 relatos en un volumen que fue el que me introdujo en la obra del autor.

Tanto este primer libro como los volúmenes de la integral de los relatos fueron traducidos y editados con excelencia por Ricardo Sanz Vicente.

Lo primero que conviene destacar es que la unicidad y consistencia de la obra es tal que, más que ante una sucesión de relatos, nos encontramos con una composición compleja y continua, con una novela mayúscula, trenzada por la proximidad de los personajes, por las líneas argumentales y por las repeticiones-sentencias que, de hecho, funcionan como leit-motivs estructurantes.

Quizás en la voluntad del escritor su impulso creador se manifestara por medio de relatos sucesivos, relativamente cortos e independientes, pero la naturaleza de lo escrito es una gran forma, de más de mil páginas, organizada en capítulos, cada uno de los cuales se correspondería con un volumen.

Lo más parecido a este empeño que me viene a la mente es A la busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, también compuesta por varios libros, en concreto siete, que integran una obra total.

En un caso y otro, un proceso de indagación y rastreo en el pasado traído al presente por medio de una destilación artística cobra dimensiones ciclópeas.

No deja de ser curioso que uno de los relatos de La resurrección del alerce, de Shalámov, se titule Marcel Proust.

El libro (el Mundo de Guermantes) había desaparecido. ¿Quién iba a leer aquella prosa extraña, casi etérea, dispuesta se diría a volar al cosmos, un texto donde se hallan alteradas, desplazadas todas las escalas, donde no había nada ni grande ni pequeño? – relfexiona Shalámov–. Ante el recuerdo, como ante la muerte, todos son iguales, y es privilegio del autor recordar el vestido de la sirvienta y olvidarse de las joyas que luce la señora. Los horizontes del arte de la palabra se abren en esta novela de manera inusitada.

Algo parecido sucede en Relatos de Kolymá, aunque por un medio radicalmente distinto al de Proust: aquí no es la prosa, el fluir de la narración, sino la mirada del escritor lo que articula la obra y los cambios de escala de lo narrado.

Los relatos pueden consistir en un testimonio personal de lo vivido o padecido por el autor; pueden ser la transmisión de lo que otras personas le contaron a él respecto a sus vicisitudes personales; pueden, finalmente, ser relatos de un narrador omnisciente no personificado en el texto y que, en cualquier caso, identificamos con la persona del escritor que se ha manifestado previamente en sus otras dos formas de narrar. Lo que no varía es que cada relato pone el foco en un detalle, en un aspecto, a veces grande y, las más, pequeño, conformándose como teselas de un majestuoso mosaico que es el objetivo final de cada una de esas pequeñas piezas.

Cada pieza cobra sentido en el todo; el todo aflora a través de cada una de las partes, a las que da un brillo totalizador.

En cierto modo, los Relatos son un crisol de perspectivismo, pero no porque existan muchas voces y muchos puntos de vista, como sucede, por ejemplo, en Mientras Agonizo, de Faulkner, sino porque existen muchas miradas hacia muchos objetos distintos de una misma realidad, como en La media noche, de Valle Inclán, aunque en el caso de Shalámov el observador se encarne en una trinidad que difumina el ojo todopoderoso del autor que todo lo ve y que reacciona a lo visto: aquí, o es el hijo encarnado que sufre y padece, o el confidente que escucha, o el dios creador, onmipotente e invisible, situado más allá del mundo que narra e indiferente a él.

Hay también una radical diferencia respecto a Proust: Shalámov evita toda complejidad literaria, algo que produciría cierto extrañamiento entre el escritor y los lectores. La entonación del autor, la voz del narrador, severa y serena, insufla una enorme fuerza épica al torrente lírico y emocional de los relatos. Esa voz es de una sinceridad sin límites, de una veracidad sin fronteras, y, sin embargo, lo escrito es fruto del gran arte de un gran escritor porque podemos afirmar que, tal vez, nos encontramos ante la mejor prosa del siglo XX.

En una carta de 1971 Shalámov escribió lo siguiente: cada relato, cada una de sus frases, previamente los grité en mi vacía habitación; siempre hablo conmigo mismo cuando escribo. Grito, amenazo, lloro. No puedo detener el llanto. Y sólo después, cuando he terminado el relato o un fragmento de éste, me seco las lágrimas.

De esta confesión se puede extraer el rasgo característico de esta obra monumental: naciendo de la vivencia más dura, del sentimiento más vivo; teniendo una función documental, de levantar acta de hechos sucedidos y padecidos, los Relatos no son un mero testimonio de una peripecia vital, de lo que le ha sucedido a un protagonista desventurado de la historia.

La obra de Shalámov es una expresión de alta literatura precisamente porque trasciende esa función documental y bucea en la naturaleza del hombre sometido a las condiciones más extremas de hambre, frío, dolor y humillación. Se podría decir que el autor se dirige al hombre, a su alma viva; no a los intelectuales o a los obreros; no a los rusos o a los judíos, sino a cada persona interrogándola directamente con preguntas esenciales y quizás no formuladas antes en la historia de la literatura:

¿Cómo serían tus pensamientos si vivieras sin protección a cincuenta grados bajo cero?

¿Por qué seguirías viviendo tras agotadoras jornadas de trabajo a la intemperie, con una desnutrición que te ha debilitado, cuando todos los animales de carga que te acompañaban se han resignado a morir y, de hecho, ya han muerto hace días?

¿Cómo sería tu comportamiento moral si el hambre y el escorbuto se hubieran adueñado de tu cuerpo, y la desesperanza, de tu alma?

¿En ese contexto, podrías establecer una amistad?

¿Podrías compartir un trozo de tu porción de pan con alguien que lo necesitase más?

La dureza de las respuestas que Shalámov da a esas y otras preguntas similares hace que la lectura de esos relatos no sea un entretenimiento, sino una labor que exige una actitud responsable, comprensiva; que obliga a adoptar una postura.

Aquella falta de piedad era del todo humana. Un rasgo que nos muestra cuán grande es la distancia entre el hombre y el animal –dice, por ejemplo, Shalámov e ilustra su afirmación con este ejemplo:

Los honorarios que se pactaban por los servicios amorosos de las hambrientas prostitutas a los hampones del campo consistían en una ración de pan o, mejor dicho, en la cantidad de esta ración que era capaz de comerse la mujer mientras estaba con el cliente.

Todo lo que no tenía tiempo de comerse la mujer, el hampón se lo quitaba y se lo llevaba consigo.

­–El cacho de pan aquel yo antes voy y lo congelo en la nieve, y luego se lo meto en la boca: no conseguirá tragar mucho de aquel cacho helado… De modo que, cuando acabo, el pan sigue enterito.

Como reza el texto de la contraportada de los Relatos de Kolimá en la edición de Literatura Mondadori, a diferencia de Dostoyevski o Solzhenitsyn, que ven en la experiencia penitenciaria un camino de purificación para el hombre, Shalámov, con explosiva impavidez, observa en cada paso, en cada minuto, en cada bocanada de aire del campo de trabajo, un peldaño más en la senda de la deshumanización del hombre, de una inhumanidad a la que, para mayor pánico, empujan al preso otros hombres.

Shalámov nos dice que no se puede hablar de ese polo de la maldad humana, que no hay que hacerlo, que es imposible recogerlo en el papel, que no se debe hacer… Y no obstante, él lo hace.