Sobre la guerra, la paz y el pacifismo (III)

Fotografía: Denís Estévez. Unha traxedia cotiá (Lousas dun mesmo mundo)

Augusto Altés-Heinz Montenegro es un personaje de mi novela Cuarteto con Piano inspirado muy libremente en el escritor y periodista gallego Augusto Assía, seudónimo de Felipe Fernández Armesto (1904-2002), cuyo estilo de escritura se imita en este texto que forma parte de la misma novela.

SOBRE LA GUERRA, LA PAZ Y EL PACIFISMO (III)

“La Hoja del Lunes” 28 de Diciembre de 1981.

Como le comenté en mi anterior entrega, Sr. Director, mi excitación intelectual después de leer a don José Ortega y Gasset se diluyó rápidamente.

En primer lugar, hay que decir que la situación en que hoy nos encontramos, después de aquellos hechos que relacioné más arriba y a los que añadiría la descolonización y la fijación de fronteras en Europa, es completamente distinta a la del año 16, en el que, por cierto, sería inimaginable. Por ejemplo, hay que recordar que la guerra que hoy nos ocupa ya no es convencional, sino nuclear.

En segundo lugar, creo conveniente centrarme en la afirmación de que la guerra es el único sistema de que disponemos para crear nuevos derechos entre los Estados y, por lo tanto, nuevas realidades políticas. Yo no soy tan optimista como Ortega al pensar que un derecho internacional pudiese servir para superar la guerra, porque veo que el problema no es jurídico, sino político, como lo es la cuestión de la imposición del derecho por parte de los Estados a sus ciudadanos. ¿Qué es antes, el huevo o la gallina? Es decir, ¿qué ha sido antes, el Estado o el derecho? Para mí no es el derecho el que ha fundado el Estado sino justo al contrario. En mi opinión, los principios de civilidad jurídica que hoy nos rigen —por ejemplo, condenando la venganza privada ante un asesinato—, más que al hecho de que a todos nos parezca mal la solución arcaica, se deben a que el Estado ha conseguido desarmarnos y, para mantener su monopolio de la fuerza, castiga tanto la venganza privada como el asesinato. Si hoy suprimiésemos los elementos ejecutorios del poder, el derecho desaparecería como realidad viva. Es decir, que derecho y monopolio de la fuerza son indisociables. Así, para solventar las disputas entre los Estados a través de la aplicación de un derecho internacional, no creo que exista otra forma que la concentración de todo el poder físico violento en un órgano superior, que consiga imponer el reconocimiento de un “derecho de la fuerza” y sus limitaciones. Me remito a los hechos de la gestación de la última Gran Guerra: las democracias cedieron ante Hitler y reconocieron la fuerza de Alemania y su derecho consiguiente a anexionarse Austria, los Sudetes y el Corredor de Danzig, pero no pudieron limitar las pretensiones de Alemania porque ésta tenía un ejército en el que se sustentaba una voluntad de dominio ilimitada.

El problema, repito, no es tanto jurídico como político.

Pero aún hay otra cuestión que, a mi modo de ver, imposibilita la solución de Ortega, y es que hoy una guerra no suele ser un problema de relación entre Estados sino entre ideologías —aunque éstas se correspondan y confundan con Estados concretos—. Cuando la Alemania del Kaiser Guillermo desencadenó la I Guerra Mundial, la querella que subyacía sería solucionable en el plano de una querella entre Estados porque, a pesar de sus diferencias políticas, todos los que estaban involucrados en el conflicto participaban de un sustrato ideológico común. Pero cuando Hitler desencadenó la II Gran Guerra, la situación era otra. Con unos Estados que participen de un mismo sistema cultural, de valores, basado en una organización política que confía a un derecho interno, en sentido material, su propia vida y funcionamiento, sería posible regular sus relaciones con un derecho internacional. Pero ¿se podría hacer lo mismo si los Estados a que ese derecho se fuese a aplicar funcionasen con una ideología que le niega al derecho interno esa potestad organizadora? Siendo más claro: si yo fuese un habitante de un territorio en disputa entre la Francia de De Gaulle y la Alemania de Adenauer, y estuviese en vigor un derecho internacional de la fuerza, me sería posible aceptar pasar a depender de uno u otro aún a costa de violentar mi sentido de la pertenencia a una patria; pero si la disputa se plantease entre la misma Alemania de Schmidt y la Alemania de Honnecker jamás podría aceptarlo, porque de ese pleito dependería el que pudiese vivir con una mínima dignidad y libertad. Ése es el factor que no estaba presente en el momento de la elaboración teórica de Ortega y, afortunadamente, lo que Ortega dijo no se tuvo muy en cuenta porque, si no, hoy media Europa estaría nazificada y la otra media sovietizada —esa otra media lo está sin necesidad de las soluciones de Ortega, lo cual indica a las claras la imposibilidad de la aplicación de sus teorías—.

Por cierto, si hoy la URSS posee medio mundo se debe a que, a causa del cansancio de la II Guerra Mundial, los Estados Unidos de América y sus aliados europeos no se atrevieron a concluirla exterminando el poder soviético —que en ese momento no disponía de la bomba atómica— y, también, porque la ideología reaccionario-burguesa-liberal-imperialista de Occidente impedía, por razones éticas, aniquilar a un compañero de lucha, aunque fuese un compañero remolón, aprovechado y traidor. Y, por eso, yo creo que aún estamos en guerra que, si no se ha actualizado como guerra y se conforma con ser una paz guerrera, es, no por el derecho, sino porque el poder nuclear ha destrozado toda la descripción fenomenológica que Scheler y Ortega realizaron de la guerra en 1916. Las armas nucleares han desterrado de la noción de la guerra la sutileza de apreciación de que la violencia y la matanza sean sólo formas externas del fenómeno, ya que ahora una guerra podría suponer el total exterminio de la humanidad y, como tal, no es que sea inaceptable éticamente, sino que lo es vitalmente. ¿Pero por eso tenemos que pedir la paz en abstracto, o la desnuclearización unilateral, o majaderías como esas? ¡Jamás, porque estamos en guerra!

No me extraña, y a nadie debería de extrañarle, que precisamente ahora, cuando un hombre consciente de esa realidad ha sido elegido presidente de los EEUU, los pacifistas alevosos y miopes eleven al cielo sus gritos de niñas asustadas. Yo no necesito que nadie me diga lo maravillosa que es la paz, porque los que hemos vivido guerras lo sabemos mejor que nadie; pero me irrita que la gente me diga que, por conservar la paz, debemos mantener la situación presente. Yo no quiero la guerra, pero no le reconozco autoridad moral alguna a un tirano que, cuando su bien intencionado “enemigo” (Carter) baja la guardia en la guerra pacífica que está entablada, invade ante sus ojos Afganistán o se extiende por África en contra de la voluntad de los ciudadanos de esos lugares. Y, cuando después de eso, el “enemigo” dice que ya está bien de hacer el tonto (Reagan), se le levanta una corte de gritos celestiales acusándolo de agresivo, malévolo o imperialista. (Ese malévolo enemigo, por cierto, no sólo tolera que esos calificativos se los dirija el gobierno ruso, sino que, por fidelidad a sus principios pequeñoburgueses, tolera que algunos de sus ciudadanos se lo digan también en su propio territorio respetándoles su libertad y sus derechos).

A mi juicio, hoy sólo hay una forma de efectivo pacifismo: “Détente”, pero con rearme; es decir, paz guerrera en sentido estricto. Occidente, por su ideología y por su forma política, no tiene nada que temer de una relación, por supuesto cauta, pero decidida, con el otro bloque porque tiene la razón moral. Enfrente sólo hay una cuadrilla de monstruosos Polifemos que, cuando no profieren gritos ridículos, exportando la visión del mundo que reciben por su único ojo, se dedican a devorar a sus hijos. Después de los húngaros o los checos, los que ahora tienen todos los boletos para ser devorados son los buenos hombres de Walesa en Polonia, porque, o lo blanco se puede volver negro de repente, o la URSS no tolerará jamás un débil, ni siquiera un débil grito de libertad y dignidad porque en esos valores está su ruina. Por eso, si un día, que no deseo que llegue, fuese preciso ir a la guerra, yo, que ya he vivido unas cuantas, preferiría ir a ella y morir antes que doblar el rabo y meterlo entre las piernas; y como yo, Holltz, y como Holltz muchos bien nacidos europeos de este y del otro lado del muro; porque hasta en eso se diferencian Oriente y Occidente: allí, los que ahora tienen que callar se pondrían del lado de las democracias, mientras que, aquí, los que callan seguirían fieles a su civilización, y sólo algunos de los que ahora hablan se irían a llorar a una esquina, paralizados por el miedo.

Suyo Affmo. Augusto Altés-Heinz.

Diciembre de 1980

Cuarteto con piano