Sobre la guerra, la paz y el pacifismo (II)

Fotografía: Denís Estévez. Unha traxedia cotiá (Lousas dun mesmo mundo)

Augusto Altés-Heinz Montenegro es un personaje de mi novela Cuarteto con Piano inspirado muy libremente en el escritor y periodista gallego Augusto Assía, seudónimo de Felipe Fernández Armesto (1904-2002), cuyo estilo de escritura se imita en este texto que forma parte de la misma novela.

SOBRE LA GUERRA, LA PAZ Y EL PACIFISMO: (II)

“El Correo”, Domingo 27 de Diciembre de 1981

El ensayo de Ortega del que le hablé en la anterior entrega de mi excesivamente extensa crónica —por lo que de nuevo me excuso— se titula EL GENIO DE LA GUERRA Y LA GUERRA ALEMANA, que, a su vez, es el de un libro del filósofo alemán Max Scheler, publicado en 1915, y que es comentado por el insigne profesor español en 1916 —en plena primera Guerra Mundial, pues—. Ortega hace primero una exposición de lo que Scheler dice, para, después, decir él lo que sobre eso piensa. Yo, siguiendo su ejemplo, diré primero lo que de interés Scheler dice, después lo que Ortega dice sobre Scheler y, finalmente, lo que yo he reflexionado sobre lo dicho por ambos.

Scheler hace una fenomenología de la guerra, en la que se leen cosas como éstas y que tienen por objetivo precisar lo que es la guerra, sirviendo esta precisión como refutación de casi todos los puntos de vista del pacifismo humanitario que padecemos:

Como todas las grandes cosas, las raíces de la guerra llegan a las profundidades de la vida orgánica —la lucha por la vida, la selección natural— pero, como todas las grandes cosas, la guerra es algo específicamente humano, que no puede concebirse como evolución rectilínea de los fenómenos propios de la vida infrahumana. La guerra no es mera expansión de la violencia física (movida por el ansia de satisfacer necesidades biológicas básicas) a la cual abandona su puesto la espiritualidad racional cuando se siente impotente, sino que es una controversia de poderío y voluntad entre las personas espirituales colectivas que llamamos Estados, y su finalidad última es el máximo poderío o dominio universal sobre la tierra. El poderío también es espíritu, a diferencia de la simple violencia, ya que el poderío es una Idea que tiene su base en el sentimiento de la propia voluntad y eficacia. Cierto que es esencial a la guerra el empleo de medios físicos violentos, pero dentro de la idea guerrera sólo son éstos exteriorizaciones del poderío, y a la vez su comprobación. Así, la batalla viene a ser sólo la muestra del poder, su índice. Por eso es insuficiente la crítica a la guerra que el pacifismo naturalista realiza, ya que se concentra sólo en la manifestación exterior de la guerra —la violencia con su secuela de muerte y destrucción— pero no en su sustancia: el contraste de poderío. La verdadera guerra no busca el aniquilamiento de agrupaciones humanas, sino un nuevo reparto del poderío espiritual sobre ellas.

Además; la guerra es el principio dinámico por excelencia de la historia, en tanto que creadora única de un nuevo reparto de poderío, mientras que la paz es un período de adaptación al resultado de ese reparto. Este carácter dinámico de la guerra es lo que hace imposible su sustitución por una querella jurídica entre Estados, ya que el derecho presupone una previa y estática adjudicación de derechos. Diríamos que la guerra es, con respecto al derecho, lo que el proceso constituyente es con respecto a un Estado: el marco que se crea y en el que tiene sentido un derecho. Así, todas las guerras han sido hechas por el futuro, no en cuánto éste es calculable y reductible a leyes, sino precisamente en cuanto puede ser informado por la acción libre. En la guerra se crea aquella realidad que, para tener sentido, necesitan suponer todos los contratos internacionales. (Hoy podemos ver con nitidez esa realidad y probablemente el fracaso de nuestro derecho internacional se deba a que, en cierto modo, ignora las realidades resultantes de la última guerra mundial, como, por ejemplo, la evidencia de la desigualdad de soberanía de los Estados). Así, también en esto el pacifismo se equivoca al querer suprimir la guerra partiendo de la ficción y falsedad histórica de la igualdad de los Estados y de la inmutabilidad de su poderío, ignorando la evidencia de que, con el tiempo, los Estados aumentan y disminuyen de poder, al igual que los hombres. Sin la guerra, nada de lo que ahora es Europa sería concebible.

Pero donde realmente radica el problema de la guerra es en la ética, y será la ética la que decida sobre su futuro, ya que si en nuestra conciencia ética fuese inaceptable la guerra —como hoy lo es la venganza privada— ésta se extinguiría sin remedio o, al menos, sólo entonces sería una monstruosidad intolerable. Pero Scheler explica que a nuestra conciencia ética sólo le parece la guerra lamentable (aunque cuando la guerra es suscitada por el enemigo digamos que es inaceptable, pero ése es otro tipo de problema ético), y no íntegramente rechazable ya que la única crítica moral que se le ha hecho es la de su violencia, la de su matanza, y nosotros percibimos con nitidez que la guerra no es una matanza, aunque haga morir a personas, porque su fin no es matar sino contrastar el poderío entre agrupaciones humanas. Además, también percibimos nítidamente que, en ciertas situaciones, la guerra es el único modo posible de establecer la justicia o el derecho —véase, si no, la guerra de Inglaterra contra Hitler—. La crítica pacifista de la guerra se ha conformado con rechazarla por lo que de matanza tiene, y eso, evidentemente, no convence más que a algunos ascetas orientales. La conclusión que Scheler deriva de tales premisas no puede ser otra que la de que la guerra es NECESARIA.

Ortega, en cambio, quiere llegar a la conclusión de que la guerra no es necesaria (luego inevitable), porque le mueve un interés pacifista serio, pero, por eso, quiere llegar a apuntar una solución que realmente lo sea, y para eso no hay más remedio que profundizar sobre la guerra, sobre su naturaleza. Para Ortega, a diferencia de los pacifistas demagogos, el problema se plantea en esta cuestión central: que el espíritu sea susceptible de convertirse en fuerza y que la fuerza, además de violencia, sea fuerza moral. Así, para analizar esta cuestión, dice:

Es falso que todas las guerras sean guerras de intereses (materiales): a veces, las mueve el honor o la lucha por un ideal espiritual, como el poderío. Si las guerras sólo fuesen generadas por intereses materiales nos parecerían inaceptables éticamente, pero —insiste, a diferencia de lo que los marxistas han dicho pero no han creído— eso no es cierto y, además, nos impide descubrir la verdadera esencia del problema. Así pues, en la guerra hay un impulso espiritual que es un alto valor de la humanidad; pero, a diferencia de lo que Scheler piensa, si en la guerra hay eso, la guerra no es eso. Ese ímpetu moral se manifiesta también en la paz —que no es tan pacífica como parece— mediante, por ejemplo, la concurrencia económica, los ideales políticos o la competencia cultural. La guerra, pues, es sólo una de las formas de ejercer ese valor moral y, precisamente, la forma constituida por la violencia. De este modo, Ortega piensa que sería posible arbitrar fórmulas para regular tal ejercicio del poderío desposeyéndolo de la forma violenta, que es odiosa. Para Ortega, esa fórmula es el derecho internacional, que aún no se ha llevado a efecto, ya que lo que ahora conocemos como derecho internacional no es más que una traspolación del derecho privado al ámbito de las personas jurídicas que son los Estados. Para Ortega, la naturaleza constitutiva de un derecho internacional que realmente lo fuese y que pudiese acabar con la guerra radicaría en que fuese un derecho dinámico. Habíamos dicho que el derecho es una última instancia que supone otra previa, que es la atribución originaria de derechos a las personas, pero eso es insuficiente porque el derecho internacional no sólo tendría que reconocer derechos, sino que también tendría que poder crearlos. Para eso sería preciso desterrar la falsedad de la igualdad de los Estados, ya que, si Juan y Ramón son iguales como personas, difícilmente se puede aceptar que lo sean EEUU y Guinea Ecuatorial, por poner un ejemplo. La cuestión pendiente es encontrar una medida moral que pueda fundar un derecho de nuevo cuño. Ortega piensa que, si queremos desterrar definitivamente las guerras, esa medida debe encontrarse en el fenómeno de la guerra, en lo que tiene de “justo” y desposeyéndolo de lo que de injusto tiene. Para él, ésa es la función de la cultura, la de absorber en formas puras y exactas lo que de justo, verdadero o bello vivía incorporado en formas infrahumanas. Para Ortega, lo que la guerra tiene de justo es el derecho de la fuerza. Cito: eternamente, sea en una forma u otra, siempre de manera imprevisible, se producirán en la humanidad concentraciones de poder y de fuerza social. Siempre habrá fuertes y débiles, y los fuertes serán violentos mientras los débiles no reconozcan en ellos el derecho de la fuerza. ¡Lamentable equívoco el de este genitivo: derecho de la fuerza! No es que la fuerza sea un derecho, sino que tiene un derecho específico, como la persona tiene los suyos. Cuando ese derecho se defina y codifique, las armas yacerán en los museos como monstruos incomprensibles.

Antes de proseguir, es preciso recordar la fecha en que Ortega emite sus opiniones, que es 1916, cuando aún no ha habido revolución soviética, ni nazismo, ni fascismo, ni división de bloques, ni, claro está, bomba atómica. No obstante, me interesa subrayar la gallardía de los intentos intelectuales de Ortega y Scheler al cuestionarse el problema de la guerra en toda su complejidad, que aún hoy sirven como demoledora crítica al ridículo pacifismo del tiempo.

Después de leer el ensayo de Ortega, sentí un momento de euforia intelectual —como había sentido allá por el año 30, cuando lo leí por primera vez—. Pero pronto empezaron a bullir en mi cabeza las ideas que cierran la ilusión entreabierta por el pensamiento de Ortega. Voy a exponerlas, no para convencer a los pacifistas alemanes, que ni siquiera prestarían ojos a estas líneas, sino a aquellos de mis compatriotas que aún no se han dejado embaucar por esos cantos de sirena.

Cuarteto con piano