
14 Dic Sobre la guerra, la paz y el pacifismo (I)
Fotografía: Denís Estévez. Unha traxedia cotiá (Lousas dun mesmo mundo)
Augusto Altés-Heinz Montenegro es un personaje de mi novela Cuarteto con Piano inspirado muy libremente en el escritor y periodista gallego Augusto Assía, seudónimo de Felipe Fernández Armesto (1904-2002), cuyo estilo de escritura se imita en este texto que forma parte de la misma novela.
SOBRE LA GUERRA, LA PAZ Y EL PACIFISMO. (I)
Hoy, sábado, y mañana, domingo, nuestro periódico, «El Correo», y el lunes, “La Hoja del Lunes” publican las tres entregas de un póstumo ensayo periodístico de don Augusto Altés-Heinz Montenegro, como homenaje de nuestra empresa y de toda la Asociación Provincial de la Prensa a su autor en el primer aniversario de su muerte.
“In memoriam”
Sr. Director:
La pasada semana estuve cenando con mi buen amigo Helmut Holltz. Para los que se sumerjan con asiduidad en el fascinante universo de la música, Helmut Holltz será un nombre conocido. Son ya centenares de miles las personas a las que habrá estremecido el gran talento de Holltz con su piano o su batuta, llevando a sus almas las luminosas borrascas del espíritu de Beethoven o la modesta genialidad de Brahms. Ninguna sensibilidad musical viviente es capaz de conectar mejor con el mundo interior de aquel judío glorioso que era Mahler. De igual modo, nadie como Holltz puede devolver el sentido último y profundo de un Schoenberg o un Webern, lo que demuestra su amplio talento. Para todos, más que un individuo, Holltz es un instrumento espiritual que vibra sucesivamente con la ocupación de sí propio por las creaciones de Schumann, Wagner o Strauss, y que es capaz de transmitir esas vibraciones inmortales a sus oyentes.
Recuerdo, en especial, la ocasión en la que en un Berlín aún en ruinas, recién acabada la segunda Gran Guerra, en ese amado Berlín que lo trajo al mundo, ante las atormentadas almas de sus conciudadanos y de buen número de amigos extranjeros que contribuyeron a demoler la supurante excrecencia del espíritu germánico que fue el nazismo (que, en tanto que excrecencia, fue abominable, pero que, en tanto que germánica, fue grandioso); en medio, decía, de las cenizas humeantes a que la guerra había reducido a su amada ciudad, dirigió a unas voces recién llegadas del frente en una interpretación del Coro de los Prisioneros del Fidelio de Beethoven; aquella música, que se diría sonaba como Beethoven hubiese querido de asistir a ese momento, se constituyó en un vehículo de comunión espiritual en la esperanza y la paz que inundó de lágrimas al público, roto y desgarrado, construyendo un cuadro sonoro en el que la potencia del espíritu y la emoción humanas desterraban el eco de la destrucción y de la muerte. (Escena que, por cierto, años más tarde se repitió por su iniciativa, en un aniversario de la alevosa construcción del Muro de la Vergüenza, en otro Berlín, reconstruido materialmente, pero dividido en espíritu y consumido por esa dolorosa escisión de sí mismo a uno y otro lado de la puerta de Brandeburgo. Entonces, la música sonó como un agudo reproche que erigía al Muro en un gigantesco trozo de metralla que se había ido a instalar rastreramente en el centro de la conciencia de la ciudad, rasgando sus tejidos, y que, para los que tuvimos oportunidad de asistir a ambas interpretaciones, era como un retrospectivo hundimiento, no ya de la convicción, sino de la esperanza o la ilusión de que la guerra hubiese terminado).
Holltz, decía, es un instrumento espiritual de sucesivas músicas ajenas. Esa es la miseria (o grandeza) del músico interpretativo (o del actor), que significa el sacrificio de su mundo interior para prestar vida al ajeno, y que tiene también parangón con el historiador frente al novelista (historiador: eso que, humildemente y a la altura de mis años, pretendo ser yo, aunque no renuncie a interpretar subjetivamente lo que viví para provecho de la presente generación —en el supuesto de que quieran hacer caso—, como tampoco Holltz renuncia a darse y explicarse en las músicas ajenas, pues esa pura entrega de la subjetividad, sin envoltorios ni disimulos, es la más prístina expresión de la verdad del hombre).
No obstante, Holltz es también y ciertamente un hombre, aunque su común naturaleza sólo sea accesible a un reducidísimo círculo de amistades, nacidas y conservadas por el respeto, y en el que yo me incluyo desde hace ya casi cuarenta y cinco años. Un reciente concierto que ofreció en Madrid fue ocasión para un reencuentro que ya se demoraba dos años. Después de su magistral interpretación con miembros del cuarteto Melos de Stuttgart de los cuartetos para piano de Brahms, y en especial del opus 60, obra tan especialmente significativa y dilecta para mí, que, por la maestría de Holltz, más que tocado pareció ser dicho (curiosa tendencia común, por cierto, la de refugiarnos finalmente en los vívidos y diáfanos sentimientos de la expresión del Brahms camerístico, el Brahms quintaesenciado). Al acabar el concierto, decía, cenamos juntos y hablamos como hacía años hablábamos en el café Dommayer o en el Schwarzenburg de Viena, a mediados de los años treinta, él en el inicio de su carrera y yo en el de la mía.
Como corresponde a dos amigos que se reencuentran, Holltz y yo hablamos de muchas cosas; pero lo interesante a efectos de este artículo es lo que de la cuestión del nuevo pacifismo verde alemán comentamos. Holltz (pues fue él quien suscitó el tema) expresó su angustia por lo que cierta juventud de su país —marginal y subversiva, pero numerosa— entiende en la palabra “paz” y de la desolación interior que en él producía la aberrante posición mental de esos “nuevos alemanes” que, partiendo primero de un expreso apoyo al enemigo de su patria y en medio de las explosiones de violencia de bandas como la “Baader-Meinhof”, concentran sus esfuerzos en propalar el concepto de “paz” como un valor abstracto e irrenunciable, aunque para Alemania eso signifique la definitiva claudicación del intento reunificador, inflamando su pensamiento de humanitarismo demagógico y que, curiosamente, intensifican sus berridos (o rebuznos) después de que los estadounidenses hayan colocado en la presidencia a un republicano que no está dispuesto a tolerar una actitud claudicante en el Occidente.
Mientras Holltz me hablaba, yo también pensaba en aquel otro pacifismo abstracto que las democracias de los años treinta —y notablemente Inglaterra— adoptaron con la esperanza de evitar una guerra que, al final, fue preciso hacer pero a costa de unas previas y gratuitas vejaciones y claudicaciones —recuérdese aquel abominable “Pacto de Múnich”, firmado sólo unos meses después de la Anexión de Austria por el III Reich, y que yo viví en Viena— al que, por cierto, se opuso un conservador como sir Winston Churchill y que, después, él mismo consiguió borrar de la memoria de la infamia con su encomiable, generosa y valiente resistencia al Nazismo en los momentos más duros y solitarios que un gobierno y una nación hayan sufrido en la historia y, sin la cual, evidentemente Europa sería hoy una cosa notablemente distinta y en ella unos gritos pacifistas como los de los jóvenes alemanes serían inconcebibles. (A propósito de esto, y antes de entrar en otras consideraciones, quiero subrayar una contradicción del pensamiento que sirve de caldo de cultivo a este pacifismo —revolucionario y demagógico— y que siempre me ha merecido especial interés: ese pensamiento explica el nazismo y el fascismo como respuestas de las burguesías alemana o italiana a la amenaza de la ascensión del proletariado, consumada en la revolución rusa. Puede ser, pero yo sé que Hitler odiaba más el pensamiento liberal burgués —como los pacifistas alemanes dirían, añadiendo algún adjetivo más, como “imperialista” o “explotador”— que se encarnaba en los estados de derecho del Occidente de Europa, que a la dictadura estalinista soviética, por la simple razón de que lo que de verdad ponía en peligro su perpetuación en el poder no era la revolución marxista sino el ejemplo de las libertades. El anticomunismo de los nazis era cierto —como también lo era el de Churchill—, pero Churchill no claudicó ni pactó con Hitler (como tampoco pudo hacerlo Chamberlain), y, en cambio, Stalin sí lo hizo. ¡Que los pacifistas alemanes y otros demagogos marxistas de Europa me expliquen con su simple y miope interpretación de la historia ese pacto Germano-Soviético y la opuesta reacción de los burgueses conservadores británicos! (Por cierto, gracias a Dios, Hitler se equivocó al romper ese pacto invadiendo la URSS y abriendo el frente oriental de la guerra, porque, si no llega a ser por eso, Rusia nunca hubiese osado enfrentarse con él, y ello aún a costa de las vidas y la dignidad de sus correligionarios europeos, que durante bastante tiempo sólo tuvieron como apoyo moral para su resistencia frente a los nazis a sus “enemigos de clase e ideología”, como eran sir Winston Churchill y la monarquía británica).
Yo creo que el problema de la paz y de la guerra es un serio problema, y que evitar la guerra es una aspiración fundamental para todos los hombres bien nacidos; pero también creo que ese pacifismo hijo del miedo no sirve, como no ha servido en los momentos críticos de la historia de este siglo, para evitar la guerra, sino para suscitarla. Alguien dijo, con razón, que actuar por temor a la guerra es una buena forma de hacerla posible, en tanto que pensar en ella lo es de evitarla.
Después de conversar con Holltz, ya en el hotel, seguí pensando en el tema, porque yo, a diferencia de los pacifistas alemanes, uso regularmente de la inteligencia para revisar mis puntos de vista, serenamente y aportándole los datos de mi experiencia. Allí recordé un ensayo de mi admirado don José Ortega y Gasset que, en su momento, me había interesado enormemente por su lucidez intelectual, movida por un pacifismo real e inteligente, y que apuntaba una posición a tener en cuenta. Ya de regreso a mi casa, en mi retiro aldeano, rodeado de la naturaleza y del humo de los hogares campesinos, releí el citado estudio —publicado en el tomo II de la edición actual de “El Espectador”—. Ese estudio ha servido para refrescar los pensamientos sobre el problema que nos ocupa, que es lo que, abusando de su paciencia, y aún a costa de extenderme más allá de los límites aconsejados por el periodismo, voy a exponerle a Vd.