Observar la naturaleza para comprender la mía

Una observación atenta del paisaje y de sus elementos me sirve para profundizar en el conocimiento de mí mismo y de mi naturaleza porque la contemplación de lo exterior es una forma de reflexión introspectiva, una fuente de conocimiento.

En mi novela Legado para el olvido (Oriente, occidente II)  www.paginasdezahori.com/obras-publicadas/legado-para-el-olvido/ se cuenta que Ramana Maharshi, el gurú al que seguía en India José Ramil Guyatt, el protagonista de la historia, usaba sistemáticamente el cielo como objeto de meditación.

¡El cielo no es una metáfora: es una exhibición perfecta y reveladora del saber esencial! Si queréis alcanzarlo, observad las nubes mucho tiempo y con concentración –decía el maestro.

José no lo hizo en India: las sugerencias del mundo le hacían distraerse muy pronto de una contemplación tan aburrida.

Sin embargo, en sus años de reclusión en la prisión militar de Alcalá de Henares, aquella aparente monotonía llegó a ser estimulante.

José acercaba un taburete a la pared, su subía a él y colocaba el rostro a la altura del único ventanuco enrejado de la celda.

En la meseta, el cielo estaba casi siempre despejado. A veces se formaban pequeñas nubes, como hilos o grumos que, naciendo casi imperceptiblemente de la nada, rompían la limpieza del espacio y se desplazaban por él hasta diluirse tan discretamente como se habían formado.

De vez en cuando, el cielo se cubría con una densa y homogénea masa nubosa, a veces alta y otras tan baja que parecía reposar sobre la tierra y disolver todo lo que había sobre ella.

Muy esporádicamente, el cielo se llenaba de inmensas conformaciones amenazantes y oscuras que, como grandes moles sólidas, peleaban por ocupar el espacio, y chocaban y desencadenaban rayos y truenos, y acababan por vaciarse sobe la tierra en forma de violentos aguaceros…

Tanto lo sutil como lo denso o lo estruendoso expresaban un mismo fenómeno: la mezcla del agua, emanada de la superficie terrestre, con el aire que fluye en invisibles capas, de diferentes temperaturas, velocidades y direcciones.

Si la contemplación se demoraba dos o tres horas, aquellas nubes, que cobraban una corporeidad leve, espesa o rotunda; que actuaban y causaban efectos como lo hace un ser vivo minúsculo o gigantesco, se difuminaban porque no tenían sustancia propia: eran meros estados de una esencia etérea, inapreciable si ellas no surgiesen, permaneciesen o se disipasen.

Pues bien, periódicamente me propongo compartir imágenes del paisaje que contemplo desde la terracita de mi apartamento en A Pobra do Caramiñal para inspirar esa misma comprensión. La repetida fotografía de un mismo espacio me hablará de los cambios, de la continuidad de la impermanente naturaleza; es decir, me acercará a comprenderme a mí mismo.

Esta idea no es muy original. La observación de un mismo espacio en momentos diversos ha sido una fuente de inspiración, por ejemplo, para los pintores impresionistas. La máxima realización de esa inspiración es la serie de cuadros de Monet con el motivo de los nenúfares de su jardín.

www.musee-orangerie.fr/es/node/197502

Con un enfoque menos estético y más conceptual, en su guión de la película Smoke Paul Auster imaginó un experimento parecido al que me propongo aunque en un entorno tan distinto como la ciudad de Nueva York: la fotografía diaria que, durante largos años, siempre a la misma hora y con el mismo encuadre, Auggie Wren, el dueño de un estanco de Brooklyn, hacía de la calle que pasaba por delante de su establecimiento.

Por eso, este intento mío puede considerarse un modesto homenaje a Claude Monet y a Paul Auster, creadores a los que admiro.