Mi nuevo proyecto: la cuestión de la ignorancia

Fotografía: Denís Estévez

Desde hace tres años estoy entregado a un proyecto de gran envergadura, que se titula Discurso de la Ignorancia.

La cuestión de la ignorancia y sus modalidades me interesan desde siempre.

Hay una ignorancia que consiste en no saber, en no poseer conocimientos suficientes respecto a la realidad.

La paradoja es que esa ignorancia parece crecer a medida que se saben más cosas. Poder acceder al conocimiento lleva aparejado que la conciencia de nuestra ignorancia se acreciente.

Es cierto que, en el camino, lo que vamos sabiendo nos permite mejorar aspectos de nuestra vida, avances tecnológicos, más confort y bienestar material, pero también es cierto que, cuantas más cosas sabemos, nos sentimos más ignorantes.

Es más: el conocimiento nos revela que, en realidad, sabemos aquello que se asienta en la comunidad como cierto hasta que es refutado por un avance que establece una nueva verdad.

Dicho de otra manera, en cada momento sabemos lo que creemos saber.

Esa idea puede simplificarse aún más diciendo que, en cada momento, sabemos lo que creemos. Es decir, el conocimiento es inseparable de la fe.

Sin embargo, y paradójicamente, en el centro de nuestra cultura cientificista está la idea de que la fe no es un conocimiento válido, salvo para los ignorantes: vemos la fe como el conocimiento de los ignorantes.

Hay otra importante ignorancia de carácter relacional: en realidad, no conocemos a las personas que nos rodean. Aunque se manifiesten mediante palabras y hechos, desconocemos hasta a nuestros seres más queridos y próximos: ignoramos sus pensamientos, sus sentimientos profundos; sabemos lo que ellos nos dejan saber y lo que suponemos a partir de lo que nos manifiestan, como si la mentira y el fingimiento no existieran. Confiamos en apariencias, porque las esencias nos son inaccesibles.

Esa realidad es fuente de conflicto y dolor, de sorpresas y disgustos, de desconcierto e inseguridad. También, de protección e intimidad. En todo caso, nuestra vida social y nuestros afectos se asientan sobre arenas movedizas, sobre cimientos inestables.

Aunque, si lo pensamos bien, también nos desconocemos a nosotros mismos. Por un lado, ignoramos lo que sucede en nuestro cuerpo. Casi todos los procesos fisiológicos que nos mantienen con vida son ajenos a nuestra conciencia y a nuestro conocimiento. Es posible sentirse sano y padecer una enfermedad asintomática pero mortal. A veces, la salud consiste en no saber. En el momento más inesperado, el cuerpo irrumpe y se hace protagonista de nuestra vida y de nuestro yo con accidentes o padecimientos.

Igualmente, la fuente de nuestros pensamientos o de nuestros sentimientos están fuera de nuestro control. Desconocemos de dónde proceden, nos desconciertan, nos abruman, nos dominan.

En realidad, también desconocemos nuestro pasado. Creemos recordarlo, pero sólo recordamos aspectos muy parciales, a veces ni siquiera reales, sino recreados por sucesivos relatos ficticios.

Y olvidamos la mayor parte de lo que hemos vivido. El olvido es la norma; el recuerdo, la excepción.

Así, en realidad somos ignorantes hasta de nuestra vida ya vivida.

Hay, finalmente, otra ignorancia de carácter metafísico a la que los hindús llaman avidya, que consiste en el error básico de percepción y concepción que nos hacer creer en la identidad del yo y en la consistencia del mundo fenoménico que nos llega a través de los sentidos. Es creer que la naturaleza ilusoria de ese mundo (maya, como se denomina en aquella tradición) es su naturaleza real. Vivimos una ilusión como una realidad, y eso nos produce un intenso dolor existencial porque nos enfrenta, sin más consuelos que los religiosos, a la fugacidad, la caducidad y la muerte.

La ignorancia es, en consecuencia, una de las características de nuestra naturaleza, una cuestión central de nuestra vida, un factor determinante de la condición humana y, por ello, materia literaria de primer orden.

Pues bien, mi proyecto busca indagar en esa realidad por medio de ocho narraciones en las que quince personajes tejen con sus vidas un discurso novelesco, es decir, no apodíctico sino problemático, en torno a las distintas perspectivas de la ignorancia.