Mi literatura, los zahoríes, y Varlam Shalámov y Ödön von Horvàth

Fotografía: Denís Estévez

Las novelas que me interesa escribir cuentan historias, o situaciones, o sueños que no son un fin en sí mismos, es decir, que no se justifican de forma exclusiva por la trama a la que están ligados, sino que sirven como cauce para revelar algo que intuyo esencial y que desconozco.

La novela es para mí un medio para buscar el conocimiento y no una forma de practicar el cotilleo o de atrapar al lector en un espejismo de realidad que se esfuma después de leer la última página.

Me gustaría que mis novelas produjeran un goce fundamentado en su capacidad para descubrirme a mí mismo y al lector cosas cuyo conocimiento perdure y nos transforme.

La novela que no transforma de alguna manera (aquella que sólo divierte, entretiene o distrae) es para mí insuficiente y, quizás, superflua.

Sin embargo, la novela no descubre conceptos, teorías o hechos, sino una visión de la complejidad de la vida y de la condición humana sólo alcanzable mediante la palabra literaria.

Parafraseando a Milan Kundera, la reflexión novelesca es intencionalmente a-filosófica, incluso antifilosófica: es decir, ferozmente independiente de todo sistema de ideas preconcebidas; sin juzgar; sin proclamar verdades; sólo interrogándose, sorprendiéndose, sondeando sin abandonar jamás el círculo mágico de los personajes y las situaciones, porque son exclusivamente los personajes y las situaciones quienes la nutren y justifican.

Así, las cuestiones filosóficas, las inquietudes espirituales, las disquisiciones conceptuales no tienen por sí mismas valor literario, sino que simplemente crean el espacio y definen aquello que es de interés para impulsar mi creación. Son como el abono en una tierra de cultivo que permite enriquecer el suelo con nutrientes que harán más vigorosos los frutos que de él nazcan; o, mejor, el agua que fertiliza la tierra en el seno de la cual la obra literaria crecerá orgánicamente, como un fruto a partir de una semilla.

En ese sentido, mi concepción del trabajo de un escritor se asemeja al de los zahoríes, esas personas a las que se les atribuye la facultad de descubrir manantiales subterráneos que están ocultos y que, aflorados a la superficie, hacen que el suelo sea productivo.

Esta concepción de la literatura quizás sea anticuada, incluso pretenciosa, y, sin embargo, es la que me motiva a escribir, y a la que, por ello, guardo una radical fidelidad.

Hay unos cuantos escritores que considero maestros zahoríes.

De ellos trato de beber como un insaciable y humilde discípulo.

Esos maestros zahoríes han creado textos muy diferentes entre sí, porque también lo son los medios que la literatura puede utilizar para hacer aflorar lo esencial.

Como muestra de esa diversidad, en sucesivas entregas de este blog hablaré de Varlam Shalámov y Ödön Von Horvàth, dos escritores con planteamientos estilísticos y conceptuales radicalmente contrapuestos pero cuya literatura ha logrado acceder a capas tan ocultas de la condición humana que, al leerla, experimenté en mí mismo una transformación indeleble.