01 Nov El estimulante talento de Nerea Barros
El mar de Aral era un inmenso lago salado, de la extensión de Irlanda, situado en Asia Central entre las repúblicas de Kazajistán y Uzbekistán.
Ese mar interior dio lugar a una economía específicamente marítima: puertos, playas, pesca, barcos.
En los años 60 las autoridades soviéticas decidieron desviar el agua del caudal de los ríos Amu Daria y Sir Daria, que alimentaban el mar, para regar cultivos, especialmente de algodón, que consideraban más rentables y estratégicos para las tierras de las dos repúblicas.
A raíz de ese drenaje, que no se detuvo después del hundimiento de la URSS, el lago de Aral se redujo en un 90%.
Especialmente desde la orilla de Uzbekistán, el lecho del mar es ahora un desierto en el que unos oxidados barcos pesqueros reposan sobre la arena manteniendo el testimonio del pasado perdido.
El futuro es un acontecimiento que puede desvincularse de cualquier dimensión ética o proyectiva. Se quiera o no, el mero transcurso del tiempo supone llegar al futuro.
Sin embargo, la dimensión humana del futuro está ligada a un esfuerzo moral, a un compromiso, a un proyecto. La condición humana implica buscar un futuro que encarne nuestras aspiraciones, nuestra voluntad. En cualquier contexto, ese futuro consciente sólo se puede ganar si está cimentado en el pasado, y, por eso, la memoria es un factor indispensable para un desarrollo humano responsable y maduro, y su transmisión entre generaciones, un requisito para la continuidad de las comunidades.
Nerea Barros, una joven actriz y directora compostelana, ha abordado esa cuestión en un cortometraje excepcional, titulado MEMORIA.
La excepcionalidad de la obra reside en dos características sorprendentes: el material, que es la relación de una niña y su abuelo en la orilla uzbeka del mar de Aral, y su estilo, que, con una economía y elegancia soberbias, va de lo documental a lo poético.
La comprensión de la obra depende de que el espectador conozca la ruina del mar de Aral, lo que el film facilita a través de las poderosas imágenes de los barcos oxidados, asentados en la arena y acompañados a veces de ganado, que son un leit motiv junto con primerísimos planos de la arena salada del suelo con la que, al final, juega una mano vieja con la esperanza de hacer que brote agua de nuevo.
La historia pivota sobre la curiosidad de la niña respecto al mar que había allí, y que su abuelo sacia con cuentos y comentarios.
Por ejemplo, mientras él está en la proa de uno de los barcos oteando el horizonte, como quizás hacía capitaneando en una jornada de pesca, la niña traza rayas con un palo en la arena en la que todo se asienta y pregunta:
–Abuelo, ¿sientes el mar?
–Siempre –responde él.
–Y ¿cómo es sentirlo?
–Igual que se sienten los miembros amputados, como si todavía fuesen parte de mí…
La disolución de la imagen de la niña recostada sobre el cuerpo del abuelo en una tumba abierta en la tierra da paso a ver cómo ésta se llena de agua, como si la regeneración del mar, el futuro deseado, comenzase a causa de la fusión y el conocimiento entre las generaciones.
El cortometraje concluye con planos de barcos abandonados en el paisaje, que aparecen tras una pantalla en negro con una frase escrita en letras blancas: Si me recuerdas, nunca moriré.
Esta conclusión hace que la consideración del film como un documental se vea desbordada, y que éste alcance la categoría de una magnífica obra de creación, llena de poesía y verdad.
Un estimulante ejercicio de talento que, ojalá, tenga pronto continuidad.